Solo hay algo más peligroso para un abogado que una disposición adicional: una discordia entre herederos.

María Gertrudis Peña Balbuena se presentó en mi despacho una tarde de mediados de octubre de 2011 junto con su marido, Augusto Díaz. Presentaban una estampa digna de una película de Berlanga. Ella, ataviada con un conjunto de traje-chaqueta color verde oliva, a juego con su rostro cetrino, y unos zapatos negros que combinaba con una cartera tipo clutch del mismo color que posó de forma casi instintiva bajo su regazo; iba tan extremadamente conjuntada que parecía haber salido de uno de esos maletines de la señorita pepis. Augusto, de media etiqueta y con aquellos bigotes de aguacero como lo llaman en México, que le caían por los lados de los labios ocultándoles la boca y que me privaban advertir su estado anímico.

Fue él el primero en articular palabra.

 

-«Buenas tardes. Como ya le adelanté por teléfono, mi suegra falleció hace un mes y tenemos un problema con mis cuñados respecto a la lápida…»

Comprendo que en este punto del relato tenga que hacer una matización: soy abogada de pueblo, como tal me veo en la tesitura de dar respuesta a pretensiones que para compañeros de la capital pudieran parecer un tanto surrealistas, pero el derecho, señoras y señores, debe estar al servicio de la comunidad y, en consecuencia, dar respuesta a cada una de las pretensiones y cuitas de las personas. Y si en el plano antropológico encontramos muchas diferencias entre el norte y el sur, éstas se trasladan de forma inexorable al campo del derecho.

María de las Mercedes Balbuena Fernández había fallecido en Benalmádena, donde era residente, el 26 de septiembre de 2011, dejando todo su patrimonio en nuestra localidad. Su estado civil era el de viuda de sus únicas nupcias de don Perfecto Peña Castillo, de cuyo matrimonio tuvo cuatro hijos, Perfecto, María Gertrudis, Dolores y Eulogia, sin que hubiera mediado separación o ruptura de la convivencia.

Según me exhibió Augusto, la herencia había sido aceptada por los cuatro únicos herederos, quienes habían sido instituido como tales por partes iguales por su finada madre.

-“Disculpen, Augusto y Mª Gertrudis, observo que no hubo discrepancia en la aceptación de la herencia por ninguno de los hermanos. No la hay siquiera, y esto es importante, respecto a los gastos funerarios que, según sospecho, fueron asumidos por el servicio funerario, ya que según me comentaron por teléfono, tenía concertada una póliza de decesos”.

-“Sí, señooooora –atajó María Gertrudis, cuyo tono y declamación al expresar dicha afirmación me recordó a Gracita Morales-. Pero es que en los gastos funerarios no iban incluidos los de la lápida propiamente dicha ni mismamente la tasa del Ayuntamiento para su colocación. Y eso, eso no estamos dispuestos a pagarlos ni mi hermana Euolooooogia, ni una servidoooora”.

Mientras hacía tales afirmaciones, se iba balanceando de adelante hacia atrás, agarrada al clutch como si lo meciera.

Tuve que hacer un auténtico esfuerzo por no soltar la carcajada, pues aquello ya me estaba pareciendo una broma orquestada por mi muy querido amigo Manuel Pérez en compañía de otras dos subversivas. No obstante, la seriedad de Augusto, quien de vez en cuando y con un acto reflejo se atusaba el bigote en una afán subconsciente de imprimir autoridad, me hizo dudar, como también la documental que se me entregó…

Efectivamente, la escritura de aceptación de herencia otorgada por los herederos no dejaba lugar a dudas de que había habido consenso, como también que en la factura emitida por los servicios funerarios no contemplaban los gastos relativos a la colocación de la lápida de la difunta, sino los relativos al furgón fúnebre, el sudario, la corona de flores, la sala velatorio y la capilla ardiente, así como los relativos a los del párroco (por las misas en honor a la difunta) y las licencias del Ayuntamiento de inhumación y exhumación. Dichos gastos, que ascendían a dos mil novecientos cincuenta euros fueron incorporados como cargas y deudas de la herencia de doña Mª de las Mercedes Balbuena Fernández sin discusión alguna.

El problema estaba en la lápida, la lápida de la discordia.

El marido de Dolores Peña había interpuesto demanda en reclamación de cantidad contra don Perfecto y Mª Gertrudis, por importe de trescientos treinta y cinco euros, justo la mitad del importe de la lápida arenada que había sido colocada en el nicho de la difunta, ya que Eulogia sí había abonado la parte correspondiente a su importe.

Tanto Perfecto como Mª Gertrudis se oponían al abono del importe, por cuanto, como me manifestó Mª Gertrudis, en sus muertos sólo ella mandaba y también sus hermanos, pero en modo alguno su cuñado que ni pinchaba ni cortaba en el asunto.

(Primera cuestión: se negaba la legitimación activa del demandante en dicha reclamación). Discrepaban además respecto a la calidad y ornamentación elegida, pues entendían que su madre se merecía, más que aquella arenada, una de mármol con incrustaciones y grabado de la Virgen del Carmen, de la que era fiel devota.

(Segunda cuestión: formular reconvención para quitar la arenada y colocación de otra de material superior con relieve e incrustaciones. Verificar quién ostentaba la titularidad de los derechos funerarios).

-“Según la factura que me acompañan con la demanda, observo que los derechos funerarios están expedidos a nombre de su cuñado, el marido de Dolores, el Sr. Jorge Rodríguez Ramos”.

Enseguida tomó la palabra Augusto, imprimiendo cierta seriedad en su argumentación atusándose el bigote nuevamente.

-“Sí, señora. Como usted comprenderá con las tribulaciones del momento, ninguno estábamos en condiciones de atender a la funeraria, siendo él quien firmó todos los papeles como familiar de mi suegra. La sorpresa nos la hemos llevado ahora cuando hemos ido al Ayuntamiento a solicitar permiso para el cambio de la lápida. Nos dicen que el titular de los derechos funerarios es él y que deberíamos hacer el cambio de titular. Hemos hablado con la compañía y ellos se lavan las manos pues ese gasto fue asumido por mi cuñado…”

La colocación de la lápida no tenía, a mi parecer, consideración de gastos de la herencia. Si bien el artículo 903 del Código civil habla de pago de funerales, en el presente caso no había sido incluida en la factura emitida por el servicio funerario la misma, puesto que no la contemplaba el seguro de decesos. Su elección y colocación había corrido a cuenta de un familiar político, el cuñado y marido de una de las herederas. ¿Podíamos con ello entender que estábamos ante el supuesto previsto en el artículo 1158 del Código Civil?

Puede hacer el pago cualquier persona, tenga o no interés en el cumplimiento de la obligación, ya lo conozca y lo apruebe, o ya lo ignore el deudor.

El que pagare por cuenta de otro podrá reclamar del deudor lo que hubiese pagado, a no haberlo hecho contra su expresa voluntad.

En este caso sólo podrá repetir del deudor aquello en que le hubiera sido útil el pago”.

Defendí que no, por entender que existió una falta de conocimiento y posterior consentimiento por dos de los herederos, efectuándose aquella entrega liberatoria en nombre propio y en nombre de la otra heredera, Eulogia, quien asumió su pago. No se le podía reconocer como mero gestor oficioso de los intereses de mis clientes y, en consecuencia, obligarles al resarcimiento de aquel gasto y reembolso de la cantidad abonada.

La elección de la lápida fue una decisión libremente tomada por el demandante, don Jorge, al que desde luego ni Perfecto ni Mª Gertrudis encargaron la compra de aquélla, por mucho que el precio fuese de escasa consideración.

Reconvine respecto la transmisión de los derechos funerarios que debía efectuarse por el actor reconvenido a nombre de todos los herederos, pretensión que me fue  admitida, como también la retirada de la lápida en cuestión y la posterior elección de una nueva, decisión que sería adoptada por concurso entre los herederos y, en caso de discrepancia, por sorteo.

Ahora, al leer las noticias en prensa, pienso, con cierta retrospectiva, que el trance podía haber sido peor, y si no que se lo digan a la familia de doña Rosario Segura Martín, que en paz descanse, que contrató un seguro de decesos poco antes de morir y la compañía se ha negado a darle cristiana sepultura por discrepancias respecto a su estado de salud previo, no queriendo asumir los gastos de enterramiento, encontrándose desde su fallecimiento en una cámara frigorífica mientras se aclara en entuerto, pero eso, eso es otra historia…