La primera vez que le vi pensé que nada tenía que ver con el Cuerpo. Su sola presencia llenaba aquella angosta estancia en la que parecían revolotear a su alrededor los agentes.

Ya lo he contado. Yo acababa mi servicio y la Comisaría, lo que antes era la Inspección de guardia hoy Odac, andaba patas arriba. Una ciudadana de origen sueco se había perdido. Se trataba de una octogenaria con alzheimer.

Nadie dominaba la situación salvo él. Quizás esa es una de las cualidades que más destacan en su persona, su capacidad para gestionar conflictos. Su alta dosis de lo que un andaluz diría «horchata en las venas», que un inglés lo llamaría flema y los de arriba de Despeñaperros denominarían «capacidad resolutiva en situaciones críticas».

Lo cierto es que a diestro y siniestro daba las oportunas órdenes mientras intentaba trabar comunicación con aquella mente oculta. En mi vida he oído sonidos tan desiguales.

Pero si me siguen, a estas alturas saben a que historia me refiero.

A lo largo de mis casi 26 años en ejercicio he tenido la oportunidad de conocerle mejor.

Me vienen a la memoria Jalo, ese enamorado de España, como también Jesús, que no sé si decía ser el hijo de Dios vivo o el hijo vivo de Dios. No estoy segura. (Les debo esta historia).

También Teresita, que hoy tendrá treinta y tantos años, quien, según me contó, nació en el asiento trasero de un Simca 1000 (que oigan, si ya es difícil hacer el amor en el susodicho, imaginen espatarrarse y dar a luz…).

La zona, por entonces, era hostil a los que llamaban con cierta dosis de desprecio «txacurras». Teresita no tuvo otra ocurrencia que ser traída al mundo por un “madero” y, a mayor abundamiento, que su cordón umbilical fuese anudado con los cordones de los zapatos del agente en cuestión. El destino es caprichoso y en la mayor de las ocasiones un tanto terco.

Hoy Teresa Zubiaga Aldekoa, quien tomó el nombre de la madre del que le trajo al mundo, pertenece a la división antiterrorista de la Ertzaina. Casualidad? No sé, hay quien como Redfield diría que es más causalidad.

También recuerdo, al hilo de la historia de Teresa, aquellas carreras automovilísticas, tipo fórmula 1, en la que el premio no era una copa laureada, sino la vida. Lo que vulgarmente llamamos «salvar el pellejo», no solo el propio, sino el ajeno.

Entonces había sido adscrito al grupo de escoltas por eso a lo que he hecho referencia de flema en estado puro. Nadie como él sabía escurrirse como una anguila de entre los caseríos y carreteras secundarias. Antes de inventarse el GPS y los aparatos detectores de radares fijos, él ya disponía de un sexto sentido. Eso le valió una condecoración, silenciosa, pero condecoración se mire por donde se mire. Y sobre todo, lo más importante, la admiración, gratitud y reconocimiento del empresario tiroteado cuyo pelaje quedó intacto. Según me contó muchísimos años después, jamás había visto a nadie vomitar de aquel modo para, momentos después, beberse medio litro de Pacharán como si de Solán de Cabras se tratara. Claro que eso es otra historia. (Me la apunto para no dejarla en el tintero).

Sufrió varios percances en el norte, por utilizar un eufemismo a eso de ser encañonado, tiroteado y atentado; como dice él, detalles «sin importancia», gajes del oficio.

Fue testigo vivo de la transición en el cuerpo nacional y pionero en la defensa de los derechos como policía. Eso le valió algún que otro disgustillo económico, no solo por lo del empleo y sueldo, sino por lo de la huelga de hambre. Hay que estar muy loco o muy cuerdo, no lo sé, para, en el panorama vasco de los 80, señalizarse como policía y ponerse en huelga reivindicando derechos básicos y elementales. Aquello era situarse en una diana donde cualquiera podría disparar.

Sí, dejó de ser un simple txakurra, para ser un «madero con güevos,», (traducción no muy fidedigna de Patxi, de la 10ª compañía reserva general, los temidos “dragones”, ya que lo que realmente me dijo en una de esas reuniones que suelen llevar a cabo “este lechuga tenía güevos”, según me tradujo Cristóbal).

Luego la historia lo trajo a Torremolinos, donde con no pocas dosis de mano izquierda encajó con el carácter del sur, él que tan del norte es. A veces estoy convencida de que en realidad no entiende demasiado bien cuando le hablamos rápido y de ahí que sea tan condescendiente, no lo tengo muy claro este extremo tampoco y no quiero desmitificarlo a estas alturas.

Nunca le vi de uniforme, nunca hasta que le condecoraron con la Cruz al Mérito Policial. ¡¡Por Dios, en mi vida había visto a alguien a quien sentara tan mal el uniforme!!No encajaba ni la gorra ni la chaqueta ni el pantalón, pero se le veía tan feliz, rodeado de los suyos, que al final y a la postre, solo podías fijarte es esos ojos chisposos y en su risueño bigote. Los demás, a su lado, iban cargados y pertrechados de firuletes, en cambio en él nada sobraba, nada era superfluo. Ni siquiera aquel lazo extraño, anudado o cosido, no lo llego a visualizar ahora, de color plateado o dorado, que según me refirió no era un adorno, sino un galón de méritos.

El ingreso en la Upap, su último destino, vino a raíz de los cambios que a nivel legislativo se estaban pergeñando. Tuvo que empezar de cero, y no en sentido figurado. El despacho lo componía una mesa, una silla y un par de bolígrafos bic. Carecía de las condiciones mínimas básicas para trabajar y aún así y en tan adversas circunstancias puso en marcha aquella iniciativa proporcionando con medios propios lo necesario sin inmutarse. Nunca le oí quejarse, ni siquiera cuando tenía que montar un operativo a las cuatro de la madrugada.

No exagero si les digo que el personaje del que hoy les hablo no sólo ha salvado vidas y ha traído otras, sino que ha enseñado a muchas lo más importante: saber vivir, devolverles la dignidad, la autoestima.

Hoy le he visto por última vez de servicio, hemos desayunado en una cafetería cercana a mi despacho. Recordábamos estas historias y otras tantas. Era un momento especial, hoy hacía entrega de su placa y de su arma reglamentaria. He querido acompañarle hasta la puerta y recordaba, no sé por que extraña razón aquella canción de Sabina, la del pirata cojo. O quizá sí, pero esa, esa es otra historia…

 

 

 

“Torremolinos, 23 de octubre de 2011.

Muy señor mío:

 

Me dirijo a usted porque soy de las personas que piensan que cuando se portan bien con una hay ser agradecida…

Mi nombre es Carmen Gaspar Martínez-Sousa, soy madre de un chico de cuarenta y seis años que hace dos días decidió cansarse de vivir y encaramarse al balcón del sexto piso de nuestra vivienda para arrojarse al vacío. Justo antes de lanzarse, mi hija llamó por teléfono a uno de sus policías, (no viene al caso manifestarle por qué mi hija tenía su teléfono), sólo le diré que éste no lo dudó un instante. Mientras se dirigía “volando” hacia donde estaba mi hijo, lo llamó al móvil. La firmeza, la valentía, la profesionalidad, la fuerza y sobre todo su coraje, hizo que quien estaba dispuesto a terminar con todo, accediera a bajarse de la barandilla.

Lo demás ya lo sabe usted por la nota informativa. Ese mismo agente montó el dispositivo de seguridad, llamó al 112 y no se despegó de mi hijo hasta que obtuvo el alta…

 

Ahora, a mis setenta y cinco años, puedo decirle Sr. Comisario, que entiendo por qué son ustedes Ángeles Custodios.

Que Dios les Bendiga”