Se podría decir sin faltar a la verdad, que la relación que mantenía con la titular de aquél juzgado de instrucción no era cordial ni afable, antes al contrario, era más que distante, porque no es que la misma rehuyera trato amistoso alguno con mi persona, sino que mantenía un estado de abierta hostilidad y falta absoluta de aprecio a raíz de aquél incidente, sin importancia por lo demás, que estuvo a punto de costarme la apertura de unas diligencias previas por lo que a juicio de su Ilustrísima se consideró desacato y que constituyó una queja en toda regla por mi parte ante mi colegio, en busca de amparo, ante lo que consideré una afrenta a mi función como abogado en funciones de turno de oficio.

Tanto la una como la otra quedaron en tablas, pues ni se llegaron a abrir diligencias y el Colegio intervino para limar asperezas, por lo que la queja no llegó a más. Sin embargo, y como decía, mi relación lejos de ser afable, era seca y tirante.

Aunque ambas teníamos en común una cosa, rehuíamos el trato.

Por eso, aquella mañana de julio, al asistir en comisaría a uno de los clientes más asiduos del despacho, mi preocupación dio un giro de tuerca: el juzgado que estaba de guardia al día siguiente era aquél que intentaba no frecuentar, ése que me hacía cambiar las guardias con fin de mantener el ten con ten con su titular.

Gabriel era un empresario afamado, distinguido, con porte y tronío, pese a su cojera casi imperceptible, de buen corazón y mejor trato, por lo que cuando recibí la llamada de su esposa lo primero que pensé es que había contratado a un inmigrante sin papeles, pues otra cosa no imaginaba alcanzar que pudiera achacársele. Sin embargo no era así, los hechos que se le imputaban distaban mucho de tener que ver con su actividad empresarial. Una muchacha de 20 años, treinta menos de los que tenía él, le acusaba de haber sido agredida sexualmente.

Cuando llegué a las dependencias policiales observé a su mujer, con la dignidad que da la derrota, esperándome justo a la entrada de la inspección de guardia, en una especie de hall donde aguardan quienes han sido víctimas de un delito para presentar la correspondiente denuncia. No había llorado, pero en su cara se reflejaba una incomprensión, aturdimiento y desaforo claramente perceptibles.

-Menos mal que ya estás aquí. No doy crédito, Gabriel… No me han dejado verlo, sólo he podido traerle algo de ropa y comida…

Su voz se quebró, así que intenté tranquilizarla, le así del brazo y la llevé a la cafetería que hay justo en frente de Comisaría, en un denodado esfuerzo por subir el ánimo a aquella pobre mujer. Desde luego, si la tortilla de patatas de los gallegos no le hacía ver las cosas de otro color, no había nada que hacer.

 -Vamos a ver, Yolanda, qué sabes, qué te han dicho, qué ha pasado? –Evidentemente Yolanda no probó bocado, pero a mi los nervios lejos de cerrarme el estómago me abren una apetito voraz, y soy de la opinión que es mejor que lo que sea, si ha de venir, te pille con el estómago lleno, a ser posible-.

Me contó que dos agentes de paisano se habían presentado en la oficina y muy amablemente habían preguntado por Gabriel, a quien, al identificarse, le ofrecieron que les acompañaran también muy cordialmente, a fin de no tener que esposarle en presencia de los empleados y clientes.

Eso sí, al llegar a comisaría lo único que entendió era algo así como “agresión sexual”. Intenté bucear en la intimidad de ambos, qué había ocurrido en las últimas 72 horas, pero todo era normal. Es más, conociendo a Gabriel, metódico y perfeccionista por naturaleza, todas sus citas estaban reflejadas en su agenda taco de myrga, que Yolanda había traído.

¿Quién era la denunciante? ¿tenía alguna relación como trabajadora? Rotundamente no. ¿Y como cliente? Negativo también, porque el nombre que el agente le dijo in extremis no coincidía con ninguno de los que había en aquella agenda en los últimos siete meses.

Así pues, me adentré en Comisaría y pregunté por él a fin de asistirle en su declaración.

Gabriel no parecía afectado, sólo incomodado por aquella apropiación indebida de su tiempo. Sin duda, me tranquilizó llegando a convencerme a mi misma que su detención no podía ser más que un tremendo error, un absoluto dislate.

-“En presencia de su Abogada, la que ha designado usted en la lectura de derechos, voy a proceder nuevamente a leérselos…”

 No le dejó terminar, argumentando que era innecesario y que daba fe de que se los habían leído, sabía también de qué se le acusaba, pero no había entendido saber quién. Sin embargo, el agente, haciendo caso omiso a aquella interrupción, procedió, a pesar del ruego de Gabriel a cumplir su obligación de manera mecánica.

Gabriel no torció el gesto en ningún momento y tras la lectura y acogiéndose a sus derechos, manifestó que no iba a declarar en aquella sede, sino en la judicial, interesando seguidamente una entrevista reservada con su Letrada.

A penas estuvimos a solas comencé a escupir palabras, sometiéndole a un interrogatorio voraz. Me aportó un listado de empleados y clientes, con la agenda myrga que yo ya tenía, cotejando aquellas citas de los últimos dos días, ya que supuestamente la agresión había sido cometida en el interior de su vehículo, en esos días. Un total de 5 testigos… Y de guardia… No lo quería ni pensar.

Me equivoqué de plano, ni en mis mejores cábalas podría haber acertado con lo que iba a ocurrir. El trato lejos de ser displicente, fue correcto, puede que más que correcto aséptico.

S.Sª, con bastante paciencia, me permitió interrogar uno a uno a los cinco testigos intentando cuadras horas, citas, emplazamientos… Gabriel, por su parte, interesó que se le recogieran muestras biológicas reforzando así su tesis de total impunidad, e interesamos su historial clínico. Su cojera, y la prótesis de cadera, hacían inviable un forzamiento, ni siquiera un giro brusco.

Ese viernes a las 14.30 horas de la tarde se dictó un Auto de libertad que me reconcilió con la titular del juzgado, lo reconozco.

Me pareció extraña, no obstante, la actitud de Gabriel, quien me apartó de inmediato de familiares y amigos para decirme algo en reservado. No era agradecimiento lo que veía en sus ojos, sino inquietud por hacerme una confidencia.

Marta, aquella chica de 20 años, no había sido forzada, no, pero había mentido en todo lo demás. Con ella había mantenido una relación amorosa desde hacía meses, poniéndole fin en aquellos últimos días.

Gabriel no cumplió con su palabra dada de separarse, jugando con los sentimientos de aquella muñeca rota y ella, por su parte, decidió hacer público, y a su manera, que había sido engañada, rompiendo ante mi la imagen de bonhomía de Gabriel.

El lunes a primera hora acudí con él al Juzgado en busca de su titular, solicitando una entrevista reservada con la misma. Su cara era una mezcla de sorpresa y turbación. Durante las tres horas y media que duró la declaración no torció en ningún momento el gesto, tomó notas, interrumpía para preguntar, hasta que finalmente me solicitó que permaneciera en el despacho, saliendo todos los demás. Me confirmó la puesta en libertad de mi cliente, por la credibilidad de su declaración y ante la ausencia de vestigios biológicos que confirmaran cualquier ataque o lucha, pero sospeché que había algo más que quiso decir y calló.

El procedimiento se sobreseyó, Yolanda nunca llegó a saber la verdad de lo ocurrido y Marta… Nunca supe nada de su existencia ni de quién era aquella chiquilla que desapareció de la escena de manera tan extraña como vino.

Años después, muchos, coincidí con la titular del Juzgado en una comida de despedida, curiosamente se dirigió a mi y sin mediar palabra me dijo:

-“Letrada, hay algo que quise decirle hace quince años en mi despacho, algo que creo ha llegado el momento de decirle… ¿recuerda usted la agresión sexual que se imputaba a Gabriel Montes Reinoso? Asentí con la cabeza, ¿cómo iba a olvidarlo?

“Tuvo usted un valor increíble trayendo a su cliente a rastras y obligándole a confesar la verdad de los hechos, lo que dio un giro clarificador a aquel galimatías que no entendía. No lo he olvidado aún, aunque si le soy sincera, nunca me sorprendió su actitud dado a cómo se las gastaba usted por aquel entonces” –soltando enseguida una sonrisa afable-.

Creo que aquella confesión (o la larga conversación que mantuvimos después) fue el principio de una gran amistad, aunque eso, como saben, es… otra historia