Odio que me despierten. Lo odio. Pero lo que más, que lo hagan a voces.

Aquél sonido hiriente, agudo y a la vez distorsionado por el volumen de decibelios, me despertó de un sobresalto.

-“Antooooooonio, tate quieto!!!”. Era la voz de una mujer que a buen seguro había perdido no sólo la paciencia, sino también el sentido de la orientación.

Me encontraba en el box 2 del módulo de urgencias del hospital Quirón de Málaga, separándome del tal Antonio, situado en lo que pude intuir box 1, una esquelética estructura metálica en cuya parte superior colgaba a modo de separación de estancias una cortina blanca con el emblema del hospital en azul, que habían corrido al lateral derecho de mi cama.

-“Ay, hija, discúlpame, ¿te he despertado?. Es que mi Antonio está otra vez hurgándose en la vía y se le va a salir. ¿Qué tal te encuentras?”.

A punto estuvo de soltarle en un alarde de sinceridad que era obvio que sí, que me había despertado a mí y a la quinta planta del hospital, pero no podía articular palabra, así que me limité en mi situación a cerrar los ojos a la par que ladeaba la cabeza, elevaba los hombros y realizaba una seña con la boca, en un esfuerzo denodado de prestidigitación para darle a entender que no se preocupara.

Desde donde me encontraba pude apreciar que a mi izquierda existía otro módulo o box, separado por idéntica estructura metálica y cortinas, que se encontraban echadas, intuyendo la existencia de algún paciente por el beep que parecía provenir de un electrocardiograma.

Frente a mí, aún había dos más, pero éstos sí estaban vacíos pues al igual que mi módulo y el del tal Antonio, tenían las cortinillas corridas a ambos lados.

No recordaba cómo había acabado allí, como tampoco si finalmente había acabado el trámite de conclusiones del que se me había dado traslado, pero el ínclito Dr. Gutiérrez Gago, Lucas de nombre de pila, médico del servicio de urgencias, con más años que la Catedral de Málaga y bregado en situaciones críticas, me sacó de dudas.

-“Ha sufrido usted un síncope vasovagal, de carácter situacional- aquello sonaba tan grave como lo era su aspecto-. Su cuerpo ha reaccionado ante una situación límite de estrés emocional. Permanecerá en observación hasta que vengan los resultados del electrocardiograma, la analítica de sangre y el tac cerebral que se le ha efectuado para descartar cualquier tipo de traumatismo craneoencefálico. Pero según se refiere en el parte, usted no cayó al suelo, sino que se desvaneció en la mesa del juzgado, por lo que en apariencia y para no preocuparla en exceso, no presenta a simple vista contusión alguna a nivel cerebral, descartando cualquier tipo de traumatismo, salvo ese pequeño chichón en la frente provocada por el golpe sobre la mesa”.

No, no estaba mal para terminar aquel mes de julio de 2013, no. Era obvio y meridiano que mi cuerpo gritaba “vacaciones”.

-“Antooooooonio, que ta dicho que testés quieeeeeeeto, que te arrancas la vía, cojona!!!”.

Mi vecina del box me volvió a sacar de mis cavilaciones a golpe de voz.

Antonio Parejo padecía ataxia cerebelosa como consecuencia de la caída de hacía más de tres años, desde un primer piso de un bloque de viviendas en construcción en un sitio que ni viene al caso ni recuerdo si se me refirió. El arnés de seguridad falló y se precipitó al vacío con tan mala fortuna que el impacto le causó un traumatismo craneoencefálico severo.

Si bien podía realizar movimientos con muchísima dificultad, no articulaba palabra, sufriendo lo que según me comentó su mujer de afasia, pero a mi juicio deduje que no tenía ni problemas de visión, ni de audición, ni siquiera de entendimiento, conclusión a la que llegué (no sé si acertada o no por la ingente cantidad de pastillas que me habían hecho tomar) por aquella mueca que, en consonancia con el guiño de su ojo derecho, me hizo al expresar yo en voz queda “nos ha jodío mayo con las flores, estrés emocional…

Dos veces más a lo largo de las horas intentó Antonio saltar de la cama desprendiéndose la vía, y pese a su dificultad de movimientos, más bien para articularlos con destreza psicomotora, parecía tener azogue, por esa impenitente intención de querer arrancarse de cuajo la cánula que tenía encajada en la cara frontal de su mano derecha.

No pude reprimir la carcajada para mis adentros cuando la Auxiliar de clínica con una flema más propia de un británico que de una andaluza, a paso lento y tomándose su tiempo en cada golpe de voz expresó: “Maaaaaaaríiiiiiia, mujé, no vé usté que si se arranca la vía chilla de doló”.

(Chillar de dolor… Pero en manos de quién estábamos esa noche!!!? ¡¡¡¡Que Antonio padecía afasia qué iba a chillar ni chillar!!!)

Verificó el goteo, aceleró el toc toc toc de las caídas de gotas en aquel pequeño artilugio que iba unido mediante la cánula a la mano de Antonio y con estrategia quirúrgica penetró una jeringuilla con una medicación que podía haber dormido a los trescientos guerreros espartanos de una atacada, pues al cuarto “toc” Antonio cayó en un letargo profundo.

Según me comentó María, Antonio, antes del accidente era hombre de pocas palabras y buenos modales, encantador, solícito y cariñoso, sin embargo, tras el accidente, había perdido completamente el habla y sufrido un cambio repentino de personalidad y de conducta, se volvió soez, grosero, obstinado, rebelde. En la actualidad, tenía poca coordinación motora, no caminaba y experimentaba dificultades para vestirse, si bien mantenía intacta su facultad para tragar.

Afortunadamente, la analítica y el resto de las pruebas confirmaron lo que el doctor en principio me adelantó. Todo había sido consecuencia del estrés y con las primeras luces del alba me marché de aquel lugar.

Agradecí que en los cuarenta “criminales” pincharan la canción de Marc Anthony, su “living la vida” (“voy a reíiiiiiiir, voy a bailar, vivir mi vida, lalalalalalá, voy a reíiiiiiir, voy a gosá, vivir mi vida, lalalalalá) en lugar de la versión de Dani Martín sobre qué bonita la vida.

Me sentí aliviada al comprobar, según el mensaje de texto de mi procurador, que había terminado mis conclusiones, con lo que no se hacía preciso reanudar la vista. Su mensaje terminaba en tono jocoso, a todas luces para quitarle hierro al asunto, con un “Montero, hoy más que nunca has sido Dori-ta; SuSeño, doña Ana I “la hierática” ha pasado a ser “la histérica”, le has descubierto su corazoncito como al tío ese de hojalata del que siempre hablas, jodía”, terminando el mensaje con un chorro innumerables de emoticonos con los ojos vueltos.

El asunto, un ordinario (por el tipo de procedimiento, aunque también predicable por lo común y regular de la pretensión), no era más que de índole crematística. Un tipo, con menos oficio que un policía en Barrio Sésamo, pretendía se declarara la existencia de una sociedad civil particular entre él y mi representada y, en su consecuencia, reclamaba percibir la mitad de los beneficios obtenidos por la explotación del negocio que él calificaba de “común”.

Como saben, el artículo 1665 del Código civil nos dice que la sociedad es un contrato por el cual dos o más personas se obligan a poner en común dinero, bienes o industria, con ánimo de partir entre sí las ganancias.

El demandante, como datos significativos hacía constar en la demanda ser –entonces- pareja de mi mandante, su presencia en el negocio, ya atendiendo a los proveedores, ya a la clientela, y unas tarjetas de visita en las que figuraba su nombre junto al de mi representada junto al distintivo del negocio, rotuladas en el extremo superior central de la misma. También aportó como documental la certificación del interventor del hoy extinto Banco Popular en el que se acreditaba la titularidad indistinta de una cuenta común.

La sentencia determinó que, en efecto, constaba y no había sido discutida esa relación entre ambos durante un tiempo, como también que dicha convivencia no había sido en absoluto armónica; y si bien resultaba cierta y acreditada la presencia del actor en el negocio, así como la firma de puntuales albaranes y otros documentos por no hallarse en él mi mandante, éste lo hacía en su condición de pareja, dado lo declarado al ser interrogados tanto empleadas como proveedores, resultando intrascendente el figurar en la tarjeta de visita (que se había confeccionado de modo manual en una máquina de impresión de una gran superficie), pues ambos eran pareja.

Respecto a la cotitularidad o titularidad indistinta en una cuenta, se terminó concluyendo lo mismo, a resultas del listado de movimientos que fue por nosotros solicitado y aportado a los autos.

No había dato alguno, tal y como argumenté con tal vehemencia que me costó el desvanecimiento, (así se hizo constar en la sentencia) acerca de la existencia del elemento esencial del contrato: “la affectio societatis” o ánimo de explotar en forma conjunta el negocio, siendo apabullantes, por el contrario, las que había de que sólo la demandada lo hacía en solitario.

Transcurrió ese verano y unos pocos más, hasta que una designación de oficio me despertó de nuevo con idéntico sobresalto que aquél del verano de 2013. Se trataba de la defensa de un presunto incapaz, un tal Antonio Parejo, pero eso, eso es otra historia.

La foto del goteo es propiedad de doña Jacinta LLuc Valero y la del hospital, que recrea la entrada, de D. Daan Stevens. Muchas gracias a los dos.