¿Recuerdan cuando para “suspender la vida en común” era necesaria la existencia de una causa legítima?

Me explico, en el año 1991, cuando una pareja quería cesar su convivencia, separarse, se hacía preciso que concurriera una causa, de las previstas en el artículo 82 del código civil.

La práctica, en realidad, era otra: aun no concurriendo causa de las contempladas en el citado precepto o, más bien, aun no probando la causa en principio alegada, los desacuerdos extraídos de la exposición de hechos de la demanda y de la contestación hacían traslucir la existencia de desafecto marital, que llevaba indefectiblemente a un fallo estimatorio de la demanda de separación.

Yo llevaba escasos meses ejerciendo, de hecho, la mayoría de los asuntos que entraban en el despacho lo eran del turno de oficio y los particulares que acudían, en su totalidad, venían recomendados por amigos o familiares. Por eso me extrañó la visita concertada de aquella regia mujer, a la que no conocía de nada ni venía recomendada por nadie.

Ataviada con lo que luego supe que era un prêt à porter de channel y bajo unas gafas imponentes, me preguntó si podría asumir su defensa en la separación de su marido. No pareció afectada, más bien el tono parecía neutro, como el de las voces de los gps.

Pese a mi poca experiencia me pareció extraña su actitud, su tranquilidad y su tono al hablar, porque si a lo largo de los años una situación se repite de forman impenitente en mi despacho no es otra que el malestar emocional ante una ruptura matrimonial.

Sin embargo aquella enigmática mujer parecía como si hubiese interiorizado su aprensión, su aturdimiento ante la crisis conyugal, aceptando su consumación, asumiendo con paz y sosiego ese luctuoso suceso en su vida.

 Le dije que sí y acto seguido tomó asiento y con la misma placidez me preguntó si un recorte de periódico podría acreditar ante un Tribunal de Justicia la infidelidad conyugal.

 Inmediatamente pensé en una prueba documental y acto seguido me figuré al marido en actitud cariñosa hacia otra mujer en esos recortes de prensa, sección dedicada a eventos sociales. Pero me equivocaba.

Portaba en sus manos un periódico, sí, fechado el 23 de abril de 1991, sección de contactos. Palidecí y ella sin pestañear me acercó aún más el recorte. Estaba enmarcado bajo un inmenso círculo rojo.

 Me quedé mirándola de hito en hito, pues no me atrevía a fijar la vista en aquel recalcado círculo.

-“No sea mojigata, Letrada, eso que está usted viendo es el miembro viril de mi esposo”.

Me armé de valor, ese que te proporciona la inconsciencia, para preguntarle por qué de entre todos los miembros viriles que aparecían tan ostentosamente en aquella página, podía reconocer sin ningún género de dudas ése y atribuir su autoría a su esposo.

Era obvio que si lo que pretendía era establecer una relación de causalidad entre la infidelidad y el recorte de prensa, se hacía imprescindible acreditar que ese atributo masculino era imputable a su marido.

Ni siquiera entonces torció el gesto y con un alarde de seguridad afirmó:

-“Porque esa herida necrosada que aparece en el lado lateral izquierdo del miembro se la hice yo”.

De repente me asaltaron las dudas. Presentar una demanda de separación con base en la infidelidad conyugal, ¿podría ser acreditada con un recorte obsceno de prensa? Y si se negaba la autoría y se impugnaba dicha prueba, ¿podría pedir una pericial consistente en la exploración del miembro viril?

 Pese al carácter grotesco de la prueba, en sí misma no me parecía impertinente, pues guardaba relación con lo que era objeto del proceso. Y también era útil porque parecía esclarecer que aquello que se publicitaba no era ni más ni menos que el miembro viril del marido de mi clienta, puesto a disposición de quien o quienes quisieran pagar el justo precio publicitado.

 Lo que me parecía rocambolesco era poner de manifiesto la autoría y establecer la relación de causalidad entre ésta y la infidelidad. Así se lo hice saber a Úrsula, a quien ni siquiera el bochorno y escarnio público de tal exposición de hechos en un juzgado parecía frenarle en su firme decisión de dar por terminada la convivencia con su marido.

Y como lo que abunda no daña, aforismo que aprendí de un muy querido compañero de profesión, le convencí para intentar reconducir la estrategia.

 Así pues, dirigí una carta al marido, poniéndole de manifiesto los deseos de su esposa de poner fin a la convivencia, emplazándole en el despacho para intentar en la medida de lo posible conciliar posturas.

No les quepa la menor duda al respecto: “hay que quemar siempre, siempre, el último cartucho”. Aforismo éste, que por su pragmatismo, adopté de mi madre.

Al tercer día, como dicen las escrituras, allí estaba él. Doblaba la edad de Úrsula y llevaba reflejado en los ojos una tristeza inefable. Me desarmó, pues, en función de los atributos, mi mente había imaginado a otro hombre, con otro aspecto y con otro ser.

 No hubo necesidad de explicar nada. Extendió sobre mi mesa una resolución cuyo fallo decía así:

“Que estimando la demanda formulada por el Ministerio Fiscal y por la Procuradora de los Tribunales, Dª Sara León Guzmán, en nombre y representación de don Guillermo López Frade, declaro que Dª Úrsula Téllez Román no conserva capacidad para regir su persona y bienes, incluido el ejercicio del derecho del sufragio y su sometimiento al régimen de tutela, designando como tutor…”

Sí, Úrsula padecía un trastorno de identidad disociativo.

Sé que se preguntarán de qué hablamos y si tuve los arrestos de exhibirle la documental aportada, que aparecía unida a la hoja de encargo, pero eso forma parte del secreto profesional y ya me van conociendo, eso… eso es otra historia.