“El Señor es mi pastor; nada me falta. En verdes praderas me hace descansar, a las aguas tranquilas me conduce, me da nuevas fuerzas y me lleva por caminos rectos,
haciendo honor a su nombre.

Aunque pase por el más oscuro de los valles, no temeré peligro alguno, porque tú, Señor, estás conmigo;
tu vara y tu bastón me inspiran confianza.

Me has preparado un banquete ante los ojos de mis enemigos;
has vertido perfume en mi cabeza, y has llenado mi copa a rebosar.

Tu bondad y tu amor me acompañan a lo largo de mis días, y en tu casa, oh Señor, por siempre viviré”.

Salmo 23,2-3.

 

En memoria de un belga en apuros que conquistó el corazón de esta humilde servidora, abogada de pueblo y de causas perdidas.

 

 

Los clientes en un despacho vienen y van. Sin embargo, a otros los adoptas como parte de tu familia. Tienen tanta confianza en ti que, en cuanto les surge cualquier contingencia adversa, por minúscula y trivial que sea, te preguntan, te consultan cual confesor espiritual.

Ese fue el caso de Jean Pierre, con el que seguí manteniendo el contacto tras los años. Y créanme que era un caso especial, porque siendo como era desconfiado por naturaleza, valoraba más si aún cabía ese acto de fe que siempre hacía conmigo y que le acompañó hasta el final.

Hablaba de la tierra como un auténtico irlandés, por ella trabajaba y luchaba, porque pensaba, como también lo hacía el Sr. O´Hara, que la tierra es lo único que perdura.

De ahí que, tras el fallecimiento de su esposa, la única preocupación que le azotaba sin descanso era el destino de aquel trozo de terreno por el que tanto había luchado.

De su matrimonio había habido descendencia, una hija, a la que nunca tuvo el placer de conocer porque apenas les visitaba. Ignoro qué pudo ocurrir entre ellos para que aquélla no mantuviera lazos afectivos algunos, porque Jean Pierre era bastante introvertido en ese tema. Sin embargo, tras la muerte de su esposa sí me dejó claro que a su hija no le importaba un pimiento aquellas tierras ni la casa que con sus manos levantó. Que sólo muy de cuando en cuando les visitaba, pero siempre movida por pretensiones ajenas a echarles en falta o por añoranza, sino crematísticas.

Lo decía con cierto dolor, sin un deje de ironía.

-Letgggada… (nunca me llamó por mi nombre, ahora que caigo, pero no por ello al pronunciar esa palabra dejé de notar afecto, respeto y mucho cariño) qué puedo hacegg?

Acudía abatido, derrotado por los acontecimientos inesperados. Siempre pensó que se marcharía antes que su esposa y no encajó bien con Dios aquella ironía del destino.

No sabía ciertamente si con ese “qué puedo hacer“ se refería a la soledad en la que le había dejado la ausencia de su mujer o, más bien, su cuita iba dirigida al campo de lo pragmático, a la apertura de la sucesión, si es que había habido disposición de última voluntad.

Con todo el tacto que pude usar en ese momento, pues Jean Pierre, poco dado a los afectos, había comenzado a sollozar en silencio con las manos entre las mejillas; intentando medir mis palabras, descolocada como estaba, me atreví a levantarme y situarme a su lado, tranquilizándole en la medida de mis posibilidades.

-Vamos a ver, Jean Pierre, estoy aquí para ayudarle. Es un momento difícil, tómese su tiempo y dígame qué puedo hacer. Qué es lo que le preocupa.

Tras un breve silencio, Jean Pierre me dejó claro cuál era su preocupación, faltando su mujer, qué futuro le esperaba a aquellas tierras, quién las ocuparía y qué podía hacer para ordenar su voluntad, pues lo que tenía claro es que no podía dejarla en manos de su hija. Ya sabíamos que su casa, su tierra y su mujer eran los únicos tesoro que tenía y no por ese orden, ¿recuerdan? Me sentí estúpida por no haberlo siquiera intuido.

Le sugerí entonces que otorgara testamento, ordenando su última voluntad. La muerte había llegado de modo repentino, sorpresivo y alevoso para su mujer, pero él estaba en el momento de poder determinar el futuro de sus bienes.

Le aconsejé que hablara con mi Notaria de confianza, que le acompañaría, y que dispusiera con ella cómo dar forma a su pretensión, haciéndole saber las diferencias entre la ley española y la belga para caso de fallecimiento, y la posibilidad que tenía de determinar la ley aplicable a su sucesión. El Reglamento 650/2012, relativo a la competencia, la ley aplicable, el reconocimiento y ejecución de las resoluciones, a la aceptación y a la ejecución de documentos públicos en materia de sucesiones mortis causa y a la creación de un certificado sucesorio europeo le iban a permitir esa elección. Jean Pierre era nacional belga, pero residente en nuestro país, y esa elección, le remarqué, debía hacerla expresamente en forma de disposición mortis causa para que no dejara lugar a dudas.

Le expliqué, gracias al portal europeo e-justicia que no era lo mismo que la legítima abarcara 2/3 (esa restricción determinada en cuanto a la libertad de disponer), que la mitad de la herencia, ya que en el primer caso, de aplicarse la ley española sólo podría disponer de 1/3 de su herencia y no de la mitad.

Seguimos en contacto, siempre con cualquier excusa, o bien me llamaba él o lo hacía yo. Era un reloj suizo, pues en Navidad y en fin de año la primera felicitación era la suya.

Era difícil olvidarse de aquél hombre enjuto que la edad lo había encorvado, pero como el poema de Tennyson, pese a no tener la fuerza que en los viejos tiempos movía tierra y cielo, seguía siendo lo que era, un corazón de parejo temple, debilitado por el tiempo y el destino, pero más fuerte en voluntad para esforzarse, buscar, encontrar y nunca rendirse.

Hoy me ha llamado un vecino suyo para decirme que nos ha dejado, pero a mí no, no del todo, y no porque sea difícil que olvide a la persona y al personaje, sino porque, al parecer, quiso que, al igual que hice en su vida, sea yo quien vele por la buena ejecución de su última voluntad, aunque eso, como saben, será otra historia.

D.E.P.