Una pregunta muy usual que me hacen los clientes es qué es eso de ser abogado de oficio y si es obligatorio o voluntario. Incluso algunos suelen afirmar sin rubor que el abogado de oficio sólo defiende a los delincuentes que no tienen recursos para pagarse uno “bueno”, como si un Abogado de oficio fuese de “cascarilla” o como suelo decir yo, de ésos de la Señorita Pepis.

Desde que empecé a ejercer hasta el momento actual, la regulación de acceso al turno ha cambiado y bastante, pues si bien antes se accedía al turno de manera voluntaria y sin curso ni examen alguno, ahora es preciso tener una antigüedad colegial de tres años y superar un examen de acceso. Es más, existen determinados turnos especiales como los de violencia de género y menores que exigen una especialización continuada, de tal manera que si el reciclaje no está acreditado quedas inmediatamente fuera de ese turno.

Junto a éstos, los turnos de causas graves (abarcan la defensa de aquellos asuntos para los que la Ley prevé penas superiores a seis años), exigen tener, al menos, para poder darte de alta, una antigüedad en el ejercicio de cinco años. Y, por supuesto, tenemos los asuntos de naturaleza civil –en general-, familia, contencioso-administrativo, penitenciario… Un amplio abanico de materias, que abarca incluso lo que en Málaga denominamos “turno de mayores”, destinado a prestar asistencia a personas de avanzada edad en materias de muy diversa índole..

El turno de oficio es, por tanto, voluntario y, como es de ver, se exige especialización y continua formación para pertenecer a él. De hecho, los Letrados adscritos al mismo tienen una trayectoria muy dilatada en la profesión, haciendo compatible su actividad en el ámbito privado con el del turno de oficio.

Particularmente puedo decir, y creo que es un sentimiento compartido con muchos compañeros, que el turno de oficio me ha dado momentos impagables y aunque mal remunerado en términos económicos, (piensen que la retribución bruta de un proceso ordinario ronda los 265€), en el terreno profesional y personal cubre con creces esa mísera retribución, pues no sólo aprendo cada día de mis clientes sino que además me permite tener acceso a materias de muy diversa naturaleza, lo que mantiene despierta mi curiosidad por el derecho.

Una de las cuestiones que creo debemos tener clara es la relativa a la terminología, porque el turno de oficio es el servicio prestado de forma voluntaria por los distintos profesionales adscritos a un Colegio profesional para garantizar el derecho de defensa en condiciones de igualdad y otro, la asistencia jurídica gratuita, que es el derecho reconocido legalmente a quienes acrediten insuficiencia de recursos económicos.

Conchita era una de esas personas a las que por derecho se le reconoció la asistencia jurídica gratuita, carecía de medios económicos, pues cobraba una pensión de viudedad que no alcanzaba a lo que hoy serían 426 euros, siendo designada para su defensa una servidora de ustedes.

Era una septuagenaria que vivía en una de los barrios más populares de Málaga, en un antiguo corralón, con su hermana, Manuela, quince años menor que aquélla, solterona por convicción, que mantenía con firmeza el aforismo ese de “más vale vestir santos que desvestir mal nacidos” y tal y como nuestra difunda Lina Morgan, ella era mocita pero muy amena.

Para los que no lo sepan, el corralón es un tipo de edificación formado por múltiples viviendas que asoman a una galería voladiza en torno a un patio central, siendo muy común que éste esté adornado de diversas plantas y de entre éstas las más populares las “gitanillas” y las aspidistras.

Se me presentaron ambas una tarde de abril de 1991 y traían consigo un piélago de papeles, (lo que viene siendo un tocho de papeles), de manera que no tuve más remedio que ponerme a trillar para clasificar y escoger los que eran relevantes. Se trataba del emplazamiento para contestar a una demanda de juicio de cognición. La pretensión ejercitada contra ambas no era otra que la resolución del contrato de arrendamiento de la vivienda que habitaban por causa de ruina.

Era evidente que el corralón se caía a cachos, como también que ambas desde hacía años tenían apuntalado el salón y los dormitorios en prevención de que el techo se les fuera a venir encima. La ruina no era funcional, era efectivamente un hecho constatable. Pero, ¿por qué vivían allí en esas condiciones tan lamentables? Pues porque esa había sido su vivienda desde que tenían uso de razón; las hermanas se habían subrogado en la posición arrendaticia de sus finados padres y allí habían hecho toda su vida y ahora, con los exiguos ingresos con el que se mantenían ambas, el destino incierto de un asilo se les representaba un final más cruel y agónico que perder la vida por el derrumbe del techo del salón.

Según decía Manuela, irse a un asilo era como dejarse morir lenta y dolorosamente, nada que ver con un testarazo de uno de los puntales que sostenían las vigas del salón, que te dejaba seca sin apenas darte cuenta.

No estaban solas, según me comentaban, compartían aquél corralón con Juan “el del extraperlo”, (no pregunten por qué) el único que junto con ellas se atrevía a seguir en el inmueble, principalmente, porque al igual que ellas, no sólo le unían razones sentimentales, sino también otras más ordinarias de índole crematística.

La verdad es que si les soy sincera, a simple vista, el pleito no tenía defensa alguna, se habían aportado informes periciales acerca del estado ruinoso de la finca, un completo juego fotográfico y era muy patente que la vivienda no estaba en condiciones de ser, al menos, habitable por razones de salubridad y seguridad.

Pero, hurgando en la documentación, observé una serie de misivas de Conchita hacia la propiedad en la que le requería para arreglos estructurales en la vivienda, denunciando la situación y necesidad de las mismas. Como las cartas no tuvieron respuesta satisfactoria, Conchita, según pude ver, requirió notarialmente a la propiedad, poniendo de manifiesto la necesidad de aquellos arreglos que, obviamente, con el paso de los años, iban a más.

Tampoco había sido iniciado ante el Ayuntamiento expediente de declaración de ruina previo a la demanda, por lo que tal y como establecía la antigua LAU, no se cumplía uno de los requisitos de prosperabilidad de la acción. El Tribunal Supremo desde antiguo venía manifestando que “la declaración de que una finca se halla o no en estado de ruina es de la competencia exclusiva de la Autoridad administrativa y no corresponde hacerla a la Autoridad Judicial”, es más, añadía: “sin que a la autoridad judicial encargada de resolver la resolución solicitada le sea permitido otra cosa que el examinar y decidir si aparece dicha declaración de ruina dentro del expediente y si éste fue seguido con citación de los inquilinos, así como si la solución que puso término quedó firme”.

Pese a todo, en mi fuero interno, temía por la seguridad de las hermanas, pues aun sin ser perito y sin tener en mis manos la resolución administrativa de ruina, la vivienda de éstas estaba completamente apuntalada, o si se quiere entre hilvanes de tablones.

Lo que vino después se lo imaginan, comparecencia por escrito sin acuerdo, recibimiento a prueba, pliego de confesión, de testigos… Y antes de dictar sentencia, recibí una llamada del Abogado contrario. Mis clientas serían indemnizadas en una cantidad que no podían rechazar, pues le permitiría cubrir holgadamente sus necesidades habitacionales.

El corralón, con el tiempo, fue desalojado también por Juan, como me dijeron Conchita y Manuela, ya que conocedor del pleito, (pues se propuso como testigo), también fue indemnizado.

No hay una sola vez en la que haya caminado por esa calle de Málaga en la que no haya recordado con auténtica nostalgia y cariño a esas dos hermanas, pues el último recuerdo que mantengo es su cara de felicidad con el resultado obtenido y su grado de satisfacción con su “abogá de oficio”.

No supe nada de ellas hasta hace muy poco, en el que hojeando el periódico local pude ver una preciosa esquela, pero eso, eso es otra historia.