En diciembre de hace más de cinco años se puso en contacto conmigo Iluminado Cortés Pérez, su pretensión consistía en una solicitud de cambio de nombre, amparado en el estigma que el mismo le ocasionaba.

En la primera hora de la entrevista que mantuve con él no aprecié ningún tipo de trastorno, ni alteraciones en la percepción ni rasgo que indicara en su forma de hablar una transformación de la realidad.

Su discurso me parecía coherente. Quería cambiar de nombre porque el que le impusieron sus padres había sido objeto de mofas desde su infancia, adolescencia hasta su madurez como individuo.

Desde bombilla, gusiluz, fósforo, etc… En otras ocasiones, ya de mayor, según me contaba, si en algún debate escolar pretendía imponer su razonamiento con más vehemencia o terquedad siempre había un gracioso que soltaba aquello de “¿claro, como tú eres un iluminado…!”.

Fue Iluminado quien me hizo recordar cómo las experiencias negativas en la infancia pueden marcarte en tu etapa de madurez hasta hacerte retraído, desconfiado, con baja autoestima.

Los psiquiatras a estas situaciones la llaman “estrés precoz”, hechos ocasionados por traumas físicos o emocionales que van a alterar en gran parte el rumbo del desarrollo de la persona y su madurez. Esa herida queda en el cerebro como un “pico” tan grave de estrés y sufrimiento que deja lesión, provocando que, llegada a la edad adulta, se tenga más riesgos de desarrollar algún tipo de depresión.

Según un estudio clínico, sufrir altas tasas de estrés en la infancia modelan y cambia muchas de las estructuras más profundas del cerebro y hace que la persona se vuelva más frágil, con una menor autoestima y con mayor probabilidad de sufrir una depresión en una edad adulta.

Iluminado era una persona introvertida, con una hipersensibilidad y una vulnerabilidad emocional evidente, lo que pude comprobar tras explicarme las razones por las que quería cambiar su identidad.

Pese a todo, en ningún momento, mientras escuchaba su exordio me pareció que su discurso fuese delirante ni mantuvo entonces  una conducta inadecuada. Al contrario, escuchar su alegato me provocó tal conmiseración que no pude reprimir una lágrima incipiente…

 

 

La importancia del nombre es algo evidente en la vida de una persona desde que nace, es lo que le identifica y es la prueba de su existencia como parte de una sociedad, como individuo que forma parte de un todo; es, en definitiva, lo que le caracteriza y diferencia de los demás.

La Constitución española no reconoce expresamente el derecho al nombre entre los derechos fundamentales. No obstante, el Tribunal Constitucional enumera, entre los derechos personalísimos, “la imagen, la voz, el nombre y otras cualidades definitorias del ser propio y atribuidas como posesión inherente e irreductible (STC 117/1994 FJ 3º), reconociendo que el nombre forma parte de los derechos incorporados en el artículo 18 por su conexión con el derecho a la propia imagen, a la intimidad y, en fin, a la dignidad del individuo.

La Declaración Universal de los Derechos del Niño, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 20 de noviembre de 1959 reconoce, expresamente, en su artículo 3 que el niño tiene derecho desde su nacimiento a un nombre.

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha venido estableciendo en múltiples sentencias que el nombre y apellido de un individuo atañen a su vida privada y familiar, siendo de aplicación a todos estos casos el artículo 8 del Convenio para la protección de los derechos humanos y de las libertades fundamentales.

Sentadas estas bases, lo cierto es que Iluminado no había usado a lo largo de su vida otro nombre que ese y las razones de su cambio no obedecían a razones de disforia de género, a fin de conformar su identidad sexual de acuerdo a sus sentimientos y convicciones.

Me preguntaba si podría ser admisible en nuestro derecho que sólo las convicciones psicológicas, el trastorno que le ocasionaba en su propia identidad su propio nombre podría ser motivo suficiente para el cambio que pretendía.

Sin embargo, tras bucear en la jurisprudencia nacional, que sólo lo admitía en supuesto de disforia de género, tampoco la del Tribunal de Derechos humanos contemplaba ese supuesto.

Al respecto, el Tribunal europeo de derechos humanos en reiteradas sentencias relativas al tema, con proyección en la violación del artículo 8, venía manifestando de forma insistente que los Estados parte disponen de un amplio margen de apreciación en el ámbito de la regulación sobre cambio de nombres por parte de las personas individuales y que no corresponde a dicho Tribunal reemplazar el criterio de las autoridades competentes a la hora de determinar cuáles son las políticas apropiadas en ese ámbito, sino que su función se limita a la de supervisar, desde la perspectiva del convenio, las decisiones adoptadas por estas autoridades en el ejercicio de su capacidad de apreciación.

 

 

Cuando advertí a Iluminado que su solicitud no iba a ser estimada por cuanto no constaba el uso habitual por su parte de otro nombre, ni tampoco que este impuesto lo hubiese sido con infracción de las normas establecidas, comenzó a comportarse de una manera inusual a la de las horas previas.

De una manera rara, extravagante, con alta suspicacia, comenzó a hilvanar una serie de razonamientos peregrinos, que no tenían ninguna relación con la realidad. Hasta el punto que me expresó abiertamente si yo también estaba contra él o cuál era la razón por la que no quería hacerme cargo del asunto, si había sido su madre quien me había telefoneado rastreando la llamada de su móvil, insistiendo una y otra vez en por qué no podía llamarse de otra manera y si yo estaba confabulada con los del Registro Civil. Que en realidad, lo que quería era dejar de llamarse Iluminado para que los ángeles le dejaran en paz, ésos que le decían que él era el elegido, al igual que lo fue Abraham.

Mi estado de conmiseración dio paso a otro, otro en el que comencé a experimentar nauseas, mareos, dolor de cabeza, sudores fríos…

Me fijé en el abrecartas que tenía colocado encima de la mesa y me sentía impotente para realizar cualquier movimiento. Carecía de psicomotricidad y era incapaz de pensar y llevar a cabo una acción con la coordinación motora y neuronal correspondiente.

Contra todo pronóstico, pude articular una especie de sonido gutural algo parecido a “no se preocupe, Iluminado, lleva usted razón, déjeme su teléfono y lo estudiaré más detenidamente”. Y por arte de birlibirloque aquél sujeto pareció convencerse.

Afortunadamente no supe nada de Iluminado, porque mi dispositivo móvil tenía una aplicación para el bloqueo de llamadas que me pareció de lo más práctico que se ha inventado después de la comida envasada.

Sin embargo, hace aproximadamente mes y medio recibí un email del Dr. Facundo Méndez de Prie, psiquiatra adscrito a la UAP del hospital Clínico Universitario, que me dejó un tanto helada… Pero eso, eso es otra historia…

 

 

“… sé que es inusual que me ponga en contacto con usted por este medio, pero querría contrastar con usted un suceso que aún me tiene conmocionado. Sé de su existencia porque en sucesivas terapias la madre de mi paciente, Iluminado, la ha mencionado como la abogada que quiso contratar su hijo para cambiar de nombre, en su idea delirante de ser el único remedio para que sus trastornos de percepción y de pensamiento, así como sus alucinaciones desaparecieran.

 Llegados a este punto, si le soy sincero, no sé si estoy en presencia de un trastorno disociativo de la personalidad.

El pasado mes de octubre Iluminado llevado por esa idea delirante de ser “el elegido”, se precipitó desde el séptimo piso de su vivienda; argumentaba que Dios lo había puesto a prueba y que los ángeles y Arcángeles le llevarían en brazos hasta el acerado de la calle, pero debía tener fe y lanzarse al vacío con convicción y sin vacilaciones.

No me diga cómo fue, lo cierto es que ingresó en urgencias con sólo una fractura de tobillo y varias policontusiones sin gravedad aparente.

Cuando comencé a tratarlo, ante el más que evidente intento de autolisis, negó cualquier evidencia al respecto, manifestando lo que le he apuntado, Dios poniendo su fe a prueba le retó a lanzarse al vacío asegurándole que sería conducido en volandas por una cohorte de ángeles celestes. En cuanto a las policonstusiones varias que sufrió las achacaba a un fallo de coordenadas de aquéllos.

 Ante el intento por mi parte de entrar en razón con el mismo, obvio decirle que estaba sobre medicado, me miró fijamente a los ojos y me espetó con voz pastosa: “¿cuántas personas ha conocido usted que se precipiten al vacío y salgan ilesos?…”