Perooooo, ¿usted qué apelaaaaaaaa? ¡¡¡¡Déjese de circunloquios y digaaaaaaa!!!!! – bramaba el Magistrado Ponente de la Sección 4ª con gran estupor por mi parte que, por suerte, era la parte apelada.

Había oído hablar de él, de su época de juez instructor y de aquella coletilla que soltaba en las guardias y por la que vulgarmente se le conocía (y de la que los más expertos solían jactarse): “Letrado, no me alegue usted el artículo 24 de ese panfleto revolucionario, ni presunción ni gaitas…”.

Sí, era bastante rancio y ultraconservador. Y por lo que pude comprobar, con un carácter iracundo y colérico, tanto o más que un diabético en estado hipoglucémico.

No, no era una suerte si lo pensaba bien, porque la fortuna y la dicha hubiese sido que lo hubiesen destinado a una sección penal, pero no, allí estaba aquel hombre que, pese a su aspecto enjuto y a su avanzada edad, desplegaba con viveza un timbre de voz fuera de lo común. La capacidad acústica de la sala y los decibelios que emitía en forma de ráfaga hacían innecesario cualquier altavoz que, por otra parte, no estaba operativo

En aquellas circunstancias, tan poco favorables para la parte adversa, a punto estuve, por solidaridad, de levantarme y acudir presta a consolar a mi compañero, si no hubiese sido por dos variables:

La primera, la interminable distancia entre mi posición y la suya que harían flaquear mis piernas – la sala donde se estaba desarrollando aquella vista esperpéntica era la que estaba destinada, en el antiguo Palacio de Justicia Miramar, obra del arquitecto Guerrero Strachan, a las Juras de nuevos Letrados, por su majestuosidad y nobleza; la segunda, la postura del Magistrado Ponente que no paraba de vociferar, lanzar vituperios y gesticular todo ello con gran precisión psicomotora.

Así que, en esa tesitura, opté por lo único que podía hacer en esos momentos: rezar, rezar para que aquello terminara y para que Dios, en su infinita misericordia, se apiadara de nosotros, seres simples.

Yo me tenía aprendida la lección: “que se confirme la resolución recurrida por sus propios fundamentos”, pero temía que, llegado el momento de mi intervención, me fallara el valor, las fuerzas y la lucidez.

No recuerdo en absoluto si mi compañero llegó a determinar entonces el objeto de su reprobación a la resolución de instancia pues, al igual que él, me quedé paralizada por el estupor y el pánico.

Padecí ese síntoma extraño o peculiar de la ansiedad, una desconexión de mi misma, de la realidad y sobre todo de aquella sala de vistas que hoy conocemos como “despersonalización” y que mi padre, con ese sentido práctico de la vida explica de la siguiente manera: “mariahezú, una perszona nervioza pierde el cecenta porciento de zu capacidá, no lo orvideh”.

La sentencia de instancia había determinado la separación de los cónyuges (ella muy joven, por cierto, con una diferencia considerable respecto a él, con una vida matrimonial más breve que esta legislatura, y con una hija en común como fruto de aquella) y como medidas complementarias, atribuir la guardia y custodia de la hija menor a mi clienta, una pensión de alimentos en cuantía de 25.000 pesetas mensuales pagaderas por anticipado entre los días 1 a 5 de cada mes a favor de la menor y con cargo al padre, el uso y disfrute de la vivienda conyugal a la madre y a la hija, idéntico régimen de visitas que el establecido en sede de medidas provisionales y una pensión compensatoria en cuantía de 20.000 pesetas a favor de aquélla. Ese era, en realidad, el nudo gordiano, la madre de todas las disputas, el quid de la cuestión …

El matrimonio de ambos se había desenvuelto con normalidad (cláusula de estilo que verán en muchísimas demandas de separación y divorcio de la época) hasta el nacimiento de la menor. Fue a raíz de la llegada de ésta cuando el padre, según me comentó mi clienta, Lorena, comenzó a tener una actitud de desafecto y desapego hacia ambas que se hizo muy patente a menudo que pasaban los días y que, finalmente, desembocó en su marcha del hogar familiar desentendiéndose por completo de ambas, lo que, lógicamente, originó la interposición de la correspondiente demanda, entonces de separación, pues corría el año 92 y a la sazón era preciso el doble trámite, primero declarar la cesación de la convivencia y más tarde instar la disolución del vínculo.

El Tribunal de instancia estimó otorgar una pensión compensatoria a favor de mi clienta al considerar probado el desequilibrio que la separación le produciría respecto a su estatus anterior en el matrimonio. Y ello pese a que la duración de este había sido breve, pues era obvio que había tenido que abandonar sus estudios de peluquería y aquel trabajo como reponedora en un supermercado con ocasión del embarazo y, más tarde, dedicarse al cuidado de la hija.

Pese a que la Audiencia vino a confirmar todos y cada uno de los pronunciamientos de instancia y, en lo que afectaba a la disputa, mantenía la pensión compensatoria, Lorena no estaba feliz. Seguía sin encontrar la causa, la razón o el motivo por el que aquél hombre, (que lejos de ser un Adonis era lo más parecido al eslabón perdido de Darwin y un tanto amanerado), había decidido poner fin a aquella convivencia.

Tampoco yo pude advertir las causas, pues salvo en el acto de lo que recordarán era la práctica de la “confesión judicial”, no intercambié más palabras que las de “confiese ser cierto”… Y no las pronunciaba yo sino la funcionaria del juzgado, a las que él contestaba con cierta hostilidad y afectación.

No fue sino pasados unos años, y con ocasión de localizar el juzgado al que había sido turnada una denuncia, cuando entendí el desapego, el desafecto de Lucas e incluso también el bramar del Ponente en la Sala.

Lucas Martínez Piñeiro, el eslabón perdido de Darwin, a la sazón ex marido de la peluquera en ciernes, aparecía en aquel pliego del libro de “registro general” como detenido por un atestado instruido por la Policía Nacional de Málaga. El delito: exhibicionismo, el juzgado al que se remitió la causa, aquél cuyo titular no era sino el Magistrado Ponente colérico, iracundo y retrógrado.

Sí, mi curiosidad fue más allá, hasta el punto de averiguar la verdad escondida…

Pero eso, eso es otra historia.

«Consta probado y así se declara que en la madrugada del 30 de agosto de 1983, el acusado en compañía de varios varones, se bajó desde el interior del vehículo que conducía, deteniendo el mismo a la altura del Restaurante la Malagueta en el que se encontraba un nutrido grupo de personas. Y ataviado con ropas y atuendos de mujer, que exhibía de forma exageradamente femeninas, (el testigo Sergio Pérez Bravo manifiesta que “iba trasvestido, con peluca rubia, labios color carmín, pendientes de flamenca y tacones de plataforma; añadiendo que su vestimenta se reducía a un pareo de playa, pues el torso estaba desnudo”), de forma inopinada se despojó del pareo que llevaba anudado a la cintura y como quiera que iba desnudo “desde allí para abajo”, como señala la testigo Pilar de Vicente Queirós, “dejó al descubierto sus órganos genitales en forma que los viera la concurrencia”…

Los hechos son constitutivos de la falta prevista y penada en el artículo 567.3º del Código penal, dado el indecoroso e indecente espectáculo llevado a cabo por el acusado, atentando el mismo de forma grave el pudor y las buenas costumbres, siendo tal acto antisocial un grave atentado a la normal convivencia comunitaria…»