Podría mentirles, hacer un alegato acerca de la predisposición del individuo hacia el crimen, tipo Andrew Morton (Humphrey Bogart) en “Llamad a cualquier puerta”; relatarles una infancia dura y desgraciada de Francisco Vargas que sólo podía abocar en la degradación y la delincuencia por causas situadas más allá de la voluntad. Pero me alejaría con mucho de la verdad.

Francisco pertenecía a una de las familias con más solera de Granada, era natural del Sacromonte. Se había criado frente a la Alhambra a la orilla del río Darro y desde el mismo momento en que fue engendrado, según me contó Lola, su madre, fue querido y deseado. Nunca le faltó un imperdible. Quizá ese ser centro de atenciones y deseos fuera lo que desembocó en un carácter caprichoso, displicente, soberbio e iracundo.

Todos en el Albaicín apostaban que Francisco seguiría los pasos de sus padres en cuanto al terreno artístico se refería, pues siendo hijo único y con el mapa genético del que gozaba sólo podía ser artista: bien bailaor o guitarrista. Y lo fue, pero del gusto por lo ajeno.

Desde pequeñito desarrolló la habilidad de birlar carteras con tal disimulo y desparpajo que desde luego no iba a la zaga de Apollo Robbins, el conocido como The gentleman thief, del que dicen que sustrajo la cartera a los agentes de los servicios secretos que acompañaban al ex presidente Jimmy Carter.

Pero Paquito se les fue de las manos. Porque si bien en un principio veían cierta hilaridad en el hecho de que el niño tuviera cierta destreza, la falta de orden y disciplina creó un ser narcisista falto de empatía.

Comenzaron las llamadas de atención de tutores y profesores, amonestaciones varias y, finalmente, la expulsión. Lola lo achacaba todo a las “junteras”, pues era incapaz de ver cualquier nota de reprochabilidad en la conducta de su hijo. Fue eso, según la buena señora, lo que le llevó a la drogaAunque a mi parecer, según podía extraer de su relato, más bien fue la consecuencia de esa insana curiosidad de Paquito de vivir al límite, de consumir la vida en una décima de segundo, quizás por el hastío y facilidad con la que se le aparentaba la propia.

No tuve tiempo de averiguar las razones, pues Lola se despidió de forma abrupta y de un brinco se adentró en la pequeña sala anterior a la que conducen los presos a fin de que puedan entrevistarse reservadamente con su Letrado o incluso puedan ser abrazados por sus familiares, así que al quedarme sin interlocutora no vi otra opción que introducirme en la sala y esperar mi turno, pero como oyente.

Aconsejo a todos mis compañeros esta práctica, pues es el más efectivo para el aprendizaje como abogados: la exploración y análisis de los comportamientos que se llevan a cabo en la Sala, del lenguaje verbal y gestual, nos ayudan y mucho a mejorar la oratoria propia y autocontrol de las emociones.

Y así, desde esa perspectiva, siempre les digo que se experimentan diversas situaciones sin riesgo alguno que van a permitirle adquirir habilidades y estrategias. Curiosamente esto se llama “teoría del aprendizaje social”.

Llevaba ya oídos dos delitos contra la seguridad del tráfico, un quebrantamiento de condena y un robo con fuerza en las cosas cuando entró en la escena un acusado que lo estaba, al parecer, según la cuartilla que se coloca en la entrada a la Sala, por un robo violento. Tenia una aspecto destartalado, desaliñado y grotesco. Podría asegurar que no medía más del metro cincuenta y de pesar algo daría error por lo escuálido de su aspecto. Pero lo que a todas luces resaltaba de aquél cuadro tremendista y esperpéntico era la enorme melena hirsuta que caía a ambos lados de lo que parecía el hombre de Atapuerca. Desde donde yo estaba podía percibir el olor, hediondo, mezcla de alcohol y acetona. Sin embargo, los agentes de policía nacional que lo custodiaban parecían tener adormecida la pituitaria, pues se mantenían a una distancia prudencial pero cercana que hubiese tumbado a una legión espartana. Aquello era indolencia y lo demás tonterías.

Sin embargo, a pesar de la molestia y del olor envolvente que se produjo en la sala, permanecí dentro. Fuera se podían percibir hipidos y sollozos.

El juicio se desarrolló sin incidentes, salvo por el tic continuo del pie derecho del susodicho que le hacía mover la cadera como un acto reflejo condicionado. Pero lo peor no era ese vaivén, sino el traqueteo del pelo.

Nadie, salvo yo, parecía darse cuenta de lo que por momentos el acusado estaba experimentando. Parecía el increíble Hulk a punto de convertirse en el hombre masa.

Y aquellos movimientos aun yendo en aumento, de forma incomprensible, a nadie parecían molestar salvo a mi.

El fiscal expuso su informe sin percatarse del baile de san Vito, el Juez sólo tenía ojos para aquellos informes que tenía a la vista… por eso, cuando llegó el turno de mi compañero me sentí aliviada, con la esperanza de que al menos reprobaría con su mirada la actitud bailona del hombre de Atapuerca. Pero tampoco. El acusado quedó fuera del campo visual que parecía ocupar por entero S.Sª.

Y sólo recobró protagonismo cuando retumbaron en la Sala con solemnidad las palabras que proclamó SSª: “¡tiene usted derecho a la última palabra!”.

Creo que si hubiera insultado a sus progenitores no habría causado el efecto que aquello produjo en el susodicho individuo, que imbuido por una fuerza irresistible e inhumana retrocedió dos pasos y asió el banco de madera de una longitud aproximada de dos metros y medio, levantándolo un palmo por encima de su cabeza, mostrando no sólo una fuerza fuera de lo común, sino una resistencia al dolor más allá de lo razonable, a la par que emitió un sonido estertóreo de algo así que pude traducir como “soooooinocenttttttttggggfeeee”. Instante en el que de forma brutal se hizo patente la ley de Newton y aquel monstruoso banquillo (por lo voluminoso y pesado) elevado a metro y medio de altura experimentó una fuerza atractiva hacia el acusado directamente proporcional a su masa y a la distancia que los separaba. Tras el soooooinocenttttttttggggeeeee, pudimos oír un gfjfjgjfjgjfmajogo, impactando directamente el banquillo sobre la caja torácica de aquél individuo que era a todas luces el eslabón perdido de Darwin. Desencajado y desbaratao perdío experimentaba de nuevo movimientos convulsos. Pero esta vez, en su defensa diré, que sólo con la intención de desasirse de aquella mole.

Huelga decir que SSª desapareció en el diminuto espacio existente entre su mesa y el ventanal exterior, encargado de dar luminosidad natural a la Sala, pues, al igual que quien les habla, se percató de que todas luces fue Newton y no la voluntad de aquel sujeto quien evitó un desastre mayor; el Ministerio Fiscal demudó el semblante, adquiriendo un tono verdiblanquecino en su rostro; y a mi compañero pareció haberle dado un ictus repentino, quedándose estático con una pose desencajada.

Todos parecimos electrificados por ese instante, todos salvo los abúlicos agentes de la autoridad, que continuaron con idéntica flema y desidia para desasir a aquél desgraciado de las garras del banquillo.

Supe después que aquel esperpento humano, aquel eslabón perdido de la cadena de la evolución no era ni más ni menos que Francisco Vargas Heredia, autor criminalmente responsable de un delito de hurto, que no de robo con violencia, cuya pena fue suspendida al someterse voluntariamente a un programa de desintoxicación. Los hipidos y sollozos que recordaba oír del exterior durante la declaración eran los de su madre, y eran esos los que provocaron aquel lamentable estado de agitación en él que podían haber terminado de una manera muy distinta si la ley de Newton no se hubiese cumplido de forma tan inexorable.

No, no supe nada de Lola, ni de Francisco… O si?

En el teatro Cervantes en la temporada de danza de 2009 se anunció el ballet flamenco de Sara Baras… Entre los palmeros y guitarristas, aquellos haces de luces y sombras…

Pero eso, eso es otra historia.