Identifiqué la voz de Laura nada más oír su voz al otro lado del teléfono

“Buenos días, ¿Mª Jesús Montero?”

No era para menos, había compartido pupitre en clases de latín durante todo un curso de bachillerato con ella.

Mi profesor de latín, al que cariñosamente apodamos “Santapaella”, un auténtico maestro y genio de esa lengua muerta que él se empeñaba en hacérnosla muy viva, era un vanguardista en materia de enseñanza y, decidió que, la mejor forma de transmitir su pasión sería formando grupos de cuatro alumnos. Nos aportaba un texto, extraído de la Conjuración de Catilina, de Salustio, (todo el bachiller estuvimos con la dichosa conjura -qué manía había cogido el hombre con cargarse a Cicerón-; no sé por qué extraña razón despertó en mi cierta empatía el personaje al que identificaba con el desgraciado del Coyote o Silvestre, en esa sempiterna lucha por eliminar al enemigo) y entre los cuatros debíamos hacer la traducción del texto. Claro que, primeramente, habíamos aprendido a declinar, cosa harto curiosa pues, de la rosa pasamos al marino, al crimen y a las manzanas de nuestra madre. Siempre me reía con lo de mater tua mala burra est. Seguramente, si mi querido amigo Manuel Pérez me hubiese acompañado en esa ardua tarea, a Dios pongo por testigo que habría exclamado con gran alborozo eso de “ectp”… (Que igual traducen ustedes como que “el comandante trabaja poco» si son, geográficamente hablando, de más arriba de Despeñaperros).

Pero a lo que iba, a Laura la conocía desde hacía muchos años, y aunque con el devenir del tiempo perdimos la asiduidad en el trato a causa de mi ingreso en la Universidad y al hecho de su repentina incorporación en el mercado laboral por el triste e intempestivo fallecimiento de su padre, nunca perdimos el contacto.

Por eso, aquella frialdad de su voz pese a conocer el timbre, me mantuvo en alerta.

“Querría verte, pero no sólo como amiga…”

Laura parecía haber envejecido de forma brutal y no, no era por aquellas canas que aparecían en su pelo, ni por aquellas líneas y surcos horizontales entre las cejas, tampoco por las que pude apreciar en los ángulos externos de los ojos, nariz y boca; no, era por esa ausencia de brillo en sus otrora vivaces ojos lo que hizo que no reconociera a la persona que me hablaba. No era tristeza lo que vi en esos ojos, vi una inexpresión que me heló el alma.

Evidentemente no venía como amiga, pese a que me traía una caja a rebosar de rosquillas, algo que se había convertido en una seña de identidad en cada reunión que manteníamos.

La primera vez que las comimos juntas nos las hizo su abuela. Estábamos estudiando precisamente latín y nos obsequió con un plato repleto de ellas, de las que dimos perfecta cuenta.

Tanto me gustaron que la abuela se esmeró no sólo en darme la receta de viva voz, sino que además se empeñó en proporcionarme las instrucciones precisas para que las hiciera, cosa que jamás he hecho porque las unidades de medida de la abuela no tenían consideración alguna de magnitud física. ¡A ver cómo si no podía yo entender eso de “¡harina la cadmita”!; que en un principio pensé que era una marca especial de harina, hasta que mucho más tarde, y ante lo infructuoso de la búsqueda y las carcajadas de la buena mujer, comprendí que ella las hacía a ojo de buen cubero. Sí, aquello que quería decir no era ni más ni menos “harina: la que admita”.

-“Quisiera saber qué pasos he de seguir para separarme; si decido separarme, qué diferencia hay con el divorcio, cuánto va a tardar, qué me va a costar…”

Parecía estar manteniendo la compostura, hasta que le hice una pregunta:

-“¿Qué hay de la Laura que conocí, de aquella que decía “sentirse con él” como en una novela de Jane Austin?” ¿Por qué, desde cuándo, cómo…?”

No, no hablaba sólo como abogada. Es más, detesto que alguien me conteste con una pregunta y eso era justo lo que yo estaba haciendo.

Sin embargo, Laura lo hizo.

-“No sé, desde hace tiempo me da miedo hablar, contrariarle, discute por tonterías. Cuando está bien, soy muy feliz, le veo con los niños, lo cariñoso que es, los lleva al parque, al cine, como el sábado. Pero el domingo, no sé qué pasó el domingo, montó en cólera y no recuerdo ahora por qué.

Yo lo que hago es retirarme a hacer cosas, limpio o cojo el carrito y busco una excusa para hacerme invisible…”

Me estaba explicando el porqué, incluso el cómo, pero no sabía decirme a ciencia cierta el desde cuando.

A menudo nos encontramos con situaciones de desapego, faltas de respeto en la convivencia matrimonial, que son difíciles de identificar como patrones de maltrato en una situación aparentemente de pares, de iguales.

Antes de la reforma del código civil, producida como saben por Ley 15/2005 de 8 de julio, el legislador, al regular las causas de separación y divorcio, hablaba de “sevicias”, identificadas como trato cruel de uno hacia el otro.

Podría decirse, por lo que me contaba y por lo que apreciaba, que el trato de Juan hacia ella había sido cruel, pero no de manera puntual, sino progresiva, su forma de conducirse en la relación matrimonial excedía de los límites del respeto y desde luego estaban minando el libre desarrollo de la personalidad de Laura. Pero, ¿estaba ante una situación de maltrato psicológico? ¿Lo podía acreditar? ¿Cuál sería el camino menos tortuoso y doloroso para Laura?

Los que la conocíamos sabíamos de su fuerte personalidad, pero la mujer que tenía frente a mi no era ella, parecía un zombi. Había en ella tal embotamiento emocional y tal deterioro psicológico que no era capaz de tomar decisiones y mucho menos propicias.

Me dejó claro desde el principio que, pese a todo, lo que quería era algo que no produjese más dolor a los niños, nada de idas y venidas al Juzgado, nada de exposición pública. Nada de eso. Algo rápido y a ser posible muy aséptico.

En Laura, con todo, se daban toda una serie de síntomas muy reveladores: baja autoestima, sentimiento de inutilidad, culpabilidad, problemas de sueño, aislamiento, fatiga, falta de energía, sintomatología ansioso-depresiva…

Claro que esta sintomatología negativa era compatible con una situación de mal trato, pero no bastaba la compatibilidad, era preciso acreditar la relación de causalidad entre la conducta de Juan y la sintomatología de Laura. Porque es verdad que en la intimidad del hogar, en ese ámbito privado y sin más presencia que la pareja y los hijos o parientes implicados, se presenta harto difícil acreditar determinadas conductas.

Podría decir que el divorcio se tramitó sin problemas, que llegaron a un entendimiento en cuanto a las medidas derivadas de la disolución del vínculo pero no fue así, o si… No me acuerdo, no quiero acordarme, solo recuerdo una postal con la imagen en el anverso de un plato de rosquillas y en cuyo reverso figura: “siempre habrá rosquillas recién hechas para ti”. Pero eso… eso es otra historia.