Era una tarde tonta y pesada de las de finales de junio, de ésas en las que siempre encuentras un motivo mejor que el ver reflejada la luz del exterior en el ordenador mientras contestas correos electrónicos.

El sopor era insoportable, pero me resistía a utilizar el aire acondicionado, prefería el ruido de la calle, la brisa que entraba por el balcón y ese olor a incipiente verano, la chiquillería gritando y la música de ambiente (ese repetitivo “Candela, Candela…). Estábamos en feria, bueno, estaban… yo seguía trabajando.

Del tedio me arrancó de repente el teléfono, una tal Mar sollozaba al otro lado del aparato y entre el ruido ambiental y los sollozos apenas pude entender tres palabras: cita, urgencia, ruina.

Realmente no entendí si la urgencia por la cita la tenía porque su relación de convivencia había acabado en un auténtico fiasco o, más bien, si esa relación de convivencia le iba a traer la ruina.

De forma mecánica la emplacé para la tarde siguiente y llegada la hora apareció en mi despacho con una puntualidad británica, a la hora convenida, ni un minuto antes ni uno después. (No hay cosa que me fastidie más que alguien se adelante a una cita, creo que casi más que se atrase).

Mar rondaba los cuarenta, vestía un traje de tweed impecable y portaba unas gafas oscuras para ocultar sus tremendas ojeras que se imaginaban tras los cristales. Junto a ella un maletín repleto de documentos que me recordó por momentos a un Procurador muy querido de mi Málaga natal, en aquellos años en los que no existía ni el fax y las notificaciones se hacían cual maratón, a todo correr y de puerta en puerta.

Mar había sido demandada por su ex pareja sentimental, pero no con ocasión de la convivencia, ¿o si? La cuestión es que aquél individuo al que hacía pocos meses le unía una relación estrecha, ahora le reclamaba la mitad de un negocio de hostelería (que ella argumentaba había constituido por sí misma), así como la mitad de los beneficios generados por aquél.

A simple vista, la demanda era un tanto rocambolesca, pero a medida que empecé a darle lectura, aquello tomaba cierta dosis de credibilidad y forma…

Me imaginaba por el trance por el que esa mujer estaba pasando.

El actor, Ignacio Benavides, alegaba ser socio fundador del negocio que Mar mantenía haber creado: un pequeño restaurante vegetariano, enclavado en un entorno rural de Málaga.

En el establecimiento, además, se confeccionaba y vendía pastelería elaborada con productos frescos de temporada, pretendiendo con ello abrirse hacia un mercado aún más amplio.

La nota característica del establecimiento radicaba, pues, en la materia prima utilizada: en su gran mayoría se surtía de lo producido por las huertas de los alrededores y de la propia aneja al establecimiento.

 Según me comentó, su negocio fue pionero en la localidad en introducir en la carta productos para celíacos y para diversas intolerancias como a la lactosa, por lo que en poco tiempo su clientela se vio en aumento.

Ignacio postulaba ser socio de lo que vino en denominar “sociedad civil irregular”, mezclando lo divino y lo humano con lo puramente material y crematístico. Según su tesis, la relación entre mi cliente y él había sido tan íntima y estrecha (y yo añadiría tan corta y tan voluble) que se hizo innecesario entre los dos formalizar su compromiso por escrito, no sólo en lo que afectaba a la convivencia, tal como entendí, sino además en lo que al contrato de sociedad mismo se refería; y siendo así que el contrato se perfecciona por el mero consentimiento, para Ignacio estaba claro que esa unión comprendía techo, lecho y negocio.

Claro que en ese engranaje había mezclado las siguientes notas: “confianza”, “proyecto de vida en común”, “colaboración en la creación de la idea de negocio”, “llevada a la práctica”, “aportación de su trabajo personal” etc… A todas luces era evidente que había habido una relación de pareja, como también que Ignacio había compartido determinadas tareas en la ejecución del proyecto, incluso era cotitular de la cuenta que ambos habían abierto para los gastos normales de la convivencia y también, por qué no decirlo, aparecía en el restaurante como el perfecto relaciones públicas. ¿Pero era eso suficiente para entender que, con independencia de querer constituirse como pareja, lo querían hacer también como socios?

Me vino a la memoria lo absurdo de nuestro régimen económico matrimonial por defecto, que parte de la idea de que, por el simple hecho de contraer matrimonio, estás obligado a hacer comunes las ganancias, como también las pérdidas. Que una cosa es estar obligado a vivir juntos, guardarse fidelidad y socorrerse mutuamente y otra muy distinta hacer a tu contrario partícipe de tu negocio. ¡Qué manía con mezclar agua y aceite!. Como me dijo una vez cierto cliente: “¿qué tendrá que ver mi negocio y mi empresa con las cosas del queré?”… Claro que éste se dio cuenta bastante tarde, lamentablemente, de que no había “queré” y que los beneficios de su empresa también los tendría que compartir con su exesposa tras la ruptura.

 Pues bien, Ignacio y Mar no estaban casados, simplemente habían convivido durante un tiempo y, como era de ver, con resultados nefastos, y no sé si a consecuencia de aquello quería ser resarcido.

 Aquella mujer comenzó a sacar una batería de documentos que comenzaron a dibujar un tablero de ajedrez bien distinto. Parecía Juan Tamariz extrayendo documentos, solo faltaba a cada pregunta mía el popular tachán, tachán.

Era cierto que habían mantenido una relación de pareja, también lo era que habían abierto una cuenta conjunta de gastos, pero el destino de ésta no era otro que sufragar los comunes de una convivencia. La empresa había sido montada por ella, incluso la subvención otorgada no lo era por su condición de mujer emprendedora, sino simplemente por emprender. Y si bien era cierto que Ignacio colaboró en la búsqueda del local donde radicar el negocio y concertó con los albañiles determinadas obras, sólo aparecía en el contrato de alquiler como simple fiador, surtiéndose todo el proyecto con el patrimonio personal de Mar que estaba depositado en otra cuenta distinta de la común de gastos y, siendo éste insuficiente, con un préstamo personal que tuvo que solicitar para arrancar aquella empresa donde Ignacio no aparecía ni como avalista.

Mar insistía, como si le fuera la vida en ello (y es que pensándolo bien no era para menos) en que estaba muy lejos de su ánimo hacer partícipe a Ignacio de su negocio, aunque reconoció muy a su pesar que tenía don de gentes para atraer y contentar a la clientela y que le gustaba aparentar ser el dueño ante proveedores y personal de la empresa.

Bastó preguntarse: ¿quién asumía la tarea de contratar y despedir personal?, ¿quién adoptaba las decisiones? ¿qué riesgos asumía cada uno? ¿qué aportaba Ignacio a aquella empresa salvo su don de gentes y su incansable deseo de alardear? Porque, ¿qué si no era el hecho de haber encargado unas tarjetas de visita como tal? Prácticamente esa relación de convivencia explicaba la presencia de Ignacio en el local, como también que atendiera de cuando en cuando a proveedores y fuera un perfecto especialista en promover la imagen pública del negocio.

 La sentencia que puso fin al procedimiento lo dejó claro…

Tras la sentencia, Mar me reveló un dato que me estremeció.

No era yo el primer Letrado que había visto su caso. Antes había acudido a un despacho de mucha solera en Málaga. ¿Imaginan quién? ¿Recuerdan el post “no es el conocimiento lo que contribuye al éxito, sino la fe y la pasión”? ¿Recuerdan mi breve pasantía y aquellas palabras gruesas de aquél insigne abogado? ¿Recuerdan que afirmé sin ambages que el azar es caprichoso…? Exacto, el mismo.

Sus palabras, recomendaciones y estrategia procesal forman parte del secreto profesional y saben que eso, además, es otra historia.