No suelo recordar con la intensidad que debiera todos los asuntos que he tramitado en el despacho, tampoco los de mi vida cotidiana, supongo que debe ser por un defecto en mi memoria ram. Padezco de lo que se denomina “memoria selectiva”, ésa en la que para que algo quede retenido en ella me impacte, puede ser un olor, una comida o un gesto…

Sin embargo, ahondando en ello, he descubierto que no soy nada especial, porque ya Einstein habló del tema al manifestar que sólo lo que nos emociona, no importa si son alegrías o disgustos, no se olvida. Al parecer, el cerebro retiene esas situaciones porque la emoción que las acompaña activa las regiones implicadas en la formación de las memorias, como el hipocampo y la corteza cerebral. Además, la liberación de hormonas como la adrenalina contribuyen a reforzar la memoria de las situaciones emocionales.

En septiembre de 2000 acudí por primera vez a un lanzamiento, la primera y la última, también he de decirlo. No resulta nada agradable encontrarte a bocajarro con el dolor, el desgarro, la desesperanza, la frustración, en suma, que era lo que yo imaginaba que me iba a encontrar.

Se trataba de un pequeño apartamento situado en una segunda planta sin ascensor de un conjunto residencial construido en la época del boom inmobiliario, aproximadamente en el año 1975-79 en Benalmádena, a pocos metros de la playa. Es la época en la que abren hoteles como el Barracuda, Playa retiro, el Hotel Castillo Santa Clara… El conglomerado, en su origen un hotel turístico, sufrió la reconversión y devino en una suerte de apartamentos, tipo estudio.

A las diez de la mañana nos presentamos la pequeña comitiva judicial formada por dos agentes, el Procurador y yo, auxiliados de dos policías locales y un cerrajero.

Franqueando la puerta, nos estaba esperando una señora que rondaría los cuarenta y tantos años largos. Había recogido unos pocos enseres dejando en el recibidor varias cajas que contenían libros, fotografías y lo que supuse eran artículos de souvenir.

El ambiente que se respiraba daba un poco de grima, supongo que por mi predisposición.

Disponía de un pequeño salón con cocina americana, baño y una habitación. El salón como estancia principal estaba decorado con cartas astrales, imágenes de magos, druidas y velas. Las estanterías, las pocas de las que disponía la vivienda, se encontraban vacías de libros, pero con imágenes religiosas que daban a la estancia un ambiente tétrico, tenebroso.

-Buenos días. Venimos del Juzgado. Como sabe, tenemos que levantar acta para verificar si existen daños en la vivienda, proceder al cambio de cerradura y entregar la posesión al arrendador, propietario de la vivienda…

En éstas, el cerrajero ya había comenzado a quitar varios tornillos y estaba mano a mano con el bombín de la cerrdura.

-Si, les estaba esperando… Es lo único que dijo Amelia a media voz.

No era necesario cambiar la cerradura, tenía aquí el juego de llaves para entregarlo, dijo en un tono tranquilo y pausado.

-Bueno, nosotros tenemos la obligación de levantar acta y es el propietario el que decide cambiar la cerradura -dijo con una voz gutural el agente, pretendiendo dar cierta solemnidad al acto-. De repente, se volvió al escuchar el sonido sibilante de una especie de destornillador mecánico.

-Como ve, el cerrajero está ya en ello.

Debe saber que respecto a los bienes que deje en la vivienda, es este el momento de llevárselos, de lo contrario se entenderá bienes abandonados y el propietario… (miró en rededor a las velas, las vírgenes, los druidas y dos cajas de cartón)

Amelia no le dejó terminar.

-He sacado de la vivienda todo lo que quería llevarme. He dejado en estas cajas fotos, libros que pueden hacer suyos, si lo desean.

Me adelanté al agente y hablé con Amelia.

-Amelia, soy la abogada del Sr. Cercedilla, si lo desea, no es necesario que deje aquí los libros y fotos. Son dos cajas y sería triste que fueran al contenedor. ¿Desea usted que gestione este asunto con la biblioteca municipal?

Me miró de hito en hito, clavándome la mirada y examinando cada una de mis palabras y gestos, la declamación de aquéllas y la postura que empleaba al expresarlas.

-No.

Y dirigiéndose al agente que se había dirigido a ella en un primer momento, le preguntó.

-¿Puedo, en lugar de dejar las cajas aquí, regalar estos efectos a la abogada?

Me dejó inerme y creo que también al agente. Nos cruzamos las miradas, él perplejo, y yo queriéndome que me tragara el mediterráneo. ¿Quién me mandaba a mí meterme donde no me llamaban? Sobre todo, acudir al lanzamiento.

-Si la Letrada no tiene inconveniente, (me miró como buscando mi aprobación), que hable con el propietario. Por mí puede usted dejar las cajas, hago constancia en el acta de las mismas y de lo que ha manifestado -espetó el agente-.

El cerrajero acabó de montar la cerradura y se dio por terminado el acto, con la entrega de la posesión y las dos malditas cajas que por arte de birlibirloque pasaron a ser mías.

Amelia se marchó sin hacer ruido, con dos maletas tipo Samsonite de una tamaño XXL. No consintió ni que el Procurador ni yo le ayudásemos, en un alarde de dignidad recuperada.

Sin embargo, al descender el último peldaño, se volvió a mí y me espetó: “Abogada, espero que haga un buen uso de lo que dejo, quizás le ayude a usted más de lo que supone”.

Me dejó intrigada. ¿A qué se refería? ¿Acaso contenían un tratado sobre gestión del tiempo? ¿Tus zonas erróneas? ¿Cómo hacerse millonario en un día? (Eso último seguro que no, me dije a mí misma).

De natural curiosa, no pude resistirme y convencí al Procurador para que me ayudara a llevarme las cajas al coche.

No esperé a llegar al despacho y allí, a una temperatura cercana a los 32o, con más intriga que un niño en la madrugada del día de Reyes, me dispuse a sacar uno a uno el contenido de esas cajas.

Para mi sorpresa, lo que allí se encontraban eran, cartas astrales, fotos antiquísimas en las que deduje figuraba la señora Amelia con unos atavíos un tanto esperpénticos, cartas de tarot y libros de un tal Michael Shermer: “Por qué creemos en cosas raras”, “las fronteras de la ciencia”, “El ojo escéptico”…

La siguiente pregunta que me hice fue para qué iba a servirme a mí todo aquello. A ver, nos desenvolvemos en el terreno de los hechos, intentando darles encaje en una pretensión viable, reconozco que a veces hacemos malabarismos, pero esto era ya rizar el rizo.

Años después, para mi sorpresa hallé la respuesta.  Concretamente, 6 años, 6 meses y 6 días después. Al rememorarlo ahora me da aún más canguelo que pudor…

Me designaron de oficio la defensa de una tal Pepita Carmona, vidente, tarotista, que presuntamente había estafado a una mujer de 65 años, la cual había abonado por sus servicios la friolera de 200.000 euros.

En las conclusiones que formulé, basándome precisamente en las tesis de Shermer, puse de manifiesto que era evidente y notorio cuáles eran los servicios de la Sra. Carmona, y que sus resultados o sus efectos más bien, sólo dependían de las creencias de la supuesta víctima. Que ésta era consciente de que pagaba la consulta por unos servicios espirituales o mágicos que iban a solucionar sus problemas y que, de forma clara y meridiana, quien pagaba por ello debía ser consciente de que podían funcionar o no, dependiendo de su convicción, no correspondiendo al Tribunal ni a la defensa valorar las creencias mágicas, esotéricas ni paranormales de las personas.

He de reconocer, sin rubor alguno, que durante el informe sostuve entre mi manos el mago, pero eso, eso es otra historia.