Aquella liquidación de sociedad de gananciales estaba siendo un auténtico disparate. El saldo era tan negativo como la vida en común de los interfectos.

Si había algo que me fastidiaba de todo aquello era la inexorable exactitud de las matemáticas, los números parecían sonreírme sardónicamente con su resultado, y es que por más vueltas que intentaba darle a aquel dislate, el saldo seguía siendo muy negativo.

El día que cité a Juan al despacho parecía ido, me miraba de hito en hito no comprendiendo un solo concepto de mi disertación. Él no entendía de comunidades germánicas, de patrimonios en mano común, en los que cada uno  son titulares indistintos de ese patrimonio, pero sin tener una cuota determinada sobre el mismo. Tampoco entendió una sola palabra de la situación intermedia que se produciría, si llegaba el caso, tras la disolución de la sociedad de gananciales, de transformarse hasta su efectiva liquidación en una comunidad postganancial. Al pobre Juan aquello le sonaba lo mismo que a mi la física cuántica y la desintegración del átomo.

Ni yo misma sabía cómo encarar la situación, qué decirle, pero las matemáticas eran crueles, si liquidaba la sociedad conyugal, no sólo no recibiría un céntimo, sino que quedaría endeudado. Aquello era una verdadera encrucijada.

 Un solo bien inmueble, junto con el ajuar, conformaban el activo y en el pasivo, una hipoteca, recibos de comunidad de propietarios, ibis atrasados… Ni siquiera la venta del bien saldaba el importe del pasivo. ¡Qué digo!, ni siquiera la hipoteca.

Juan y Olga se habían casado en 1998, no tenían hijos, y habían adquirido un precioso chalet en una lujosa urbanización de Benalmádena, cerca de la playa. Él era farmacéutico y ella trabajaba para una empresa inmobiliaria. Ambos gozaban de un nivel económico más que holgado.

El chalet les había costado la friolera de 350.000 euros en pleno boom inmobiliario; tenía cuatro plantas, 450 metros construidos, ocho habitaciones, seis cuartos de baño y una parcela de 1200 m2. Gozaba también de unas vistas inmejorables y unas calidades excepcionalmente buenas.

Al ver la nota simple y la valoración adjuntada a la escritura de préstamo me pregunté acerca de la necesidad de tanta habitación y tanto baño, si sólo eran dos personas. Claro, que igual tenían proyectado tener familia numerosa, pero eso nunca me lo dijeron ni yo, dado el estado de la cuestión, me atreví a preguntar.

Quizás fueron los baños, las habitaciones o el decorado de la casa, pero sin querer, mi subconsciente viajó hasta aquellos magacines de las tarde en el que la reina indiscutible era Isabel Preysler y su “Villameona”. Discutían entonces que, habiendo contraído nupcias con el socialista hoy difunto Sr. Boyer, había construido una auténtica mansión repleta de baños.

Ya ven, Marcel Proust montó aquella ingente novela a partir de una magdalena, y yo no iba a ser menos… Pero lo mío, más que una novela era una tragedia griega donde moriría hasta el apuntador.

En el 2005, según el relato de Juan, la vida de ambos dio un giro importante, Olga se quedó sin trabajo. Ni siquiera fue indemnizada, pues estaba dada de alta como trabajadora por cuenta propia. Su contrato era de naturaleza mercantil, no cobraba un fijo de la empresa, sólo comisiones y con el sueldo de Juan, que pese a ser farmacéutico era un trabajador por cuenta ajena en la farmacia internacional de la localidad, no saldaban siquiera las cuotas de amortización del préstamo.

En un principio se plantearon la venta del inmueble pero, cuando quisieron materializar la idea, fue demasiado tarde. El valor de la misma había bajado tanto como el afecto entre ambos. El amor había saltado de cuajo por la ventana y, además, esta vez también se había cerrado la puerta a cal y canto.

Por más números y cábalas que hacía, el resultado seguía siendo el mismo, ambos habían de soportar un saldo negativo. Y ya no se trataba de empezar de cero, sino de menos diez.

La venta de la vivienda no era una opción, y no la era porque el valor de mercado había bajado hasta los 190.000 euros. La deuda hipotecaria hasta el momento alcanzaba los 220.000 euros, a lo que había que sumar unos 4.800 euros de deudas de comunidad y 1.500 euros en concepto deIBIS atrasados. Por mucho que valorara el ajuar para compensar cantidades y poner un balance hipotético a cero, la solución seguía siendo una auténtica quimera.

Y aun adjudicando a Juan  el inmueble junto con la valoración subjetiva e interesada del ajuar para cuadrar el balance, el resultado seguía siendo un dédalo sin solución.

Claro que, por otra parte, Juan y Olga querían poner fin al problema, ya que la alternativa de compartir la vivienda durante más tiempo no era una opción. Aquello se estaba convirtiendo en una convivencia enrarecida y envenenada. No quedaba ni un ápice de afecto en aquellas miradas…

La idea del balance negativo me fue dando vueltas durante varios días en la cabeza hasta que una noticia absurda en un periódico local me dio una idea rocambolesca, disparatada y hasta delirante, pero al fin y al cabo podría ser una salida.

 «SACA PARTIDO A TU INVERSIÓN: ALQUILA TU CASA PARA RODAJES

Seguro que en más de una ocasión ha llamado vuestra atención alguna de las casas que vemos en el cine o en anuncios publicitarios. Se trata de casas reales, puestas a disposición de empresas especializadas en localizaciones…

Si tienes una vivienda en propiedad y ésta cuenta con un mínimo de 250m2, saca partido a tu inversión, permitiendo que se utilice para anuncios publicitarios, películas o sesiones fotográficas…

El precio medio del alquiler diario de una vivienda para una filmación está entre los 1.200 y 1.500 euros. La demanda es amplia, ya que productoras de cine y televisión y, en gran medida, agencias de publicidad, buscan continuamente nuevas localizaciones a partir de necesidades muy variadas…”

Creánme si les digo que, si la invención de la penicilina fue una de las más importantes de la historia al salvar la vida de millones de personas, la que me proporcionó el anuncio no le fue a la zaga.

Juan y Olga decidieron no liquidar su sociedad conyugal, pero sí poner fin a su relación matrimonial. Les confeccioné el convenio regulador y quedó diferido el momento de la liquidación de la sociedad conyugal. No obstante, fueron recogidas las condiciones del arriendo del chalet y la forma en que los ingresos irían sufragando las deudas pendientes hasta la total liquidación de aquélla. La imputación de esos ingresos irían en un primer momento destinados a saldar las deudas y cargas de la sociedad y, con posterioridad, de haber remanente, éste constituiría el haber de la misma que se dividiría por mitad entre ambos.

En poco tiempo, concretamente 36 meses y diez días después, saldaron la deuda principal.

Pese a no hallar respuesta a mi pertinaz curiosidad acerca de la productora que finalmente había alquilado el inmueble, la pícara sonrisa de Juan me hizo sospechar… pero eso, eso, como saben, es otra historia.