Todos sabemos qué es el depósito y más aún voluntario, ni más ni menos que la entrega de un cosa a un tercero con la obligación de guardarla y restituirla (artículo 1.763 del código civil).

Pero algo tan “aparentemente sencillo y sin riesgos” no lo es tal. Porque aunque no lo crean, el depositario está obligado a guardar la cosa y a restituirla cuando le sea pedida y va a responder por la pérdida de la misma si ésta ocurrió por su culpa, hecho que se presume si está en su poder salvo prueba en contrario. El depositante sólo está obligado a reembolsar al depositario los gastos que haya hecho para la conservación de la cosa depositada y a indemnizarle por los perjuicios que se le hayan irrogado con el depósito.

Y a estas alturas, quién no ha pedido a algún vecino o amigo que le haga el favor de guardar alguna cosa, bien por problemas de agenda, mudanza, viajes, etc… No hablamos de niños, que éstos, aunque sean unos trastos y semovientes, son personas. Como bien saben, me estoy refiriendo a nuestras mascotas, esos animalillos tan peculiares que forman parte de nuestras vidas y que los integramos como uno de los nuestros.

Al despacho acudió hace un tiempo una señora, Lola, acuciada por los problemas que cierto depósito le ocasionó.

Su vecina se marchaba de fin de semana a Cazorla, pero tenía un hándicap, su conejo “Rabito”, una mezcla de cobaya con pequinés, (según la foto que pude apreciar del móvil de la cliente), no tenía con quién dejarlo, pues si bien hay recintos especializados para gatos y perros, no encontraba ninguno adaptado a semejante animalillo. “Rabito” era más feo que Fredy kruger recién levantado, pero con una cualidad excepcional, su pelaje, lo que, al final y a la postre, hacía que esa cosa tuviera cierta entidad bonachona.

La cuestión es que, la vecina, atormentada por qué hacer con el conejo, le pidió el favor a Lola para que lo cuidara, cosa a la que ésta accedió dada la relación de amistad y vecindad. De hecho, se conocían desde los albores del nacimiento de la urbanización y solían intercambiarse las llaves de sus respectivos domicilios cuando salían de viaje.

Así las cosas, la vecina marchó contenta y Lola se hizo cargo del susodicho conejo.

Al día siguiente, sábado, a la hora de los toros, Lola junto con su marido se encaminaron a la casa de la vecina para echarle el ojo al conejo, pero olvidaron un pequeño detalle, llevar atado en corto al can, su mascota, que adelantando el paso saltó la valla de los vecinos y trajo de un tajo al conejo en sus fauces, todo ufano y contento, depositándolo a los pies de sus amos.

Allí estaba Rabito, sin un rasguño, pero “desbaratao perdío”, con todo su pelaje lleno de barro, piedras y suciedad. Pareciera que hubiera muerto de un sobresalto y arrastrado por el lodo de los infiernos.

Y ante tal tesitura, ¿qué hacer? El título 1º del libro 4º del código civil y todas las maldiciones bíblicas caerían sobre Lola, su familia y sus descendientes, porque hay que ver cómo estaba la vecina con el dichoso conejo, “Rabito” al que de vez en cuando dejaban campar a sus anchas por el jardín de la comunidad… Ese jardín que poco a poco había ido perdiendo su prestancia, su belleza y encanto por mor de las heces del dichoso conejo. Pero no nos desviemos del tema. ¿Qué hacer? ¿Comprar otro conejo? Imposible. ¿En cuánto valoraría la vecina el conejo? ¿Y las responsabilidades por daño moral ante el deceso del conejo? ¿Sería Lola conocida en el futuro por la “mataconejos” o, peor aún, “la matarrabitos?”…

Según me comentó después en el despacho, Lola, en un afán de borrar las huellas de aquel crimen atroz, lavó al conejo, le pasó el secador y lo dejó tan maqueado que parecía haber cobrado vida, depositándolo después en su jaula con tanto mimo y celo que hasta dudó de si estaba o no muerto.

El domingo, fecha prevista para la vuelta de los vecinos, Lola y su familia no dejaron de estar expectantes al regreso de éstos y, sobre todo, de la reacción ante el fallecimiento del conejo. Y, como era previsible, la respuesta fue la esperada. El aullido de la vecina se escuchó en toda la urbanización, con espasmos ininterrumpidos, con tal intensidad y volumen que convulsionó más si cabe la mala conciencia de Lola.

Y antes de que  acudiera a casa de su vecina a confesarle abiertamente la verdad de los hechos, fue ésta la que se condujo a su casa. Al parecer, el dichoso conejo había muerto la noche de antes de la partida y había sido enterrado en el jardín de la urbanización, por mor al disfrute que sentía el dichoso animal cada vez que retozaba en él. Con las tribulaciones de su fallecimiento y la inminencia del viaje no le había comentado nada. Ahora, al regresar a casa, el conejo yacía en la jaula todo ufano, con una pulcritud inmaculada.

Sin duda se trataba de un fenómeno paranormal, de una resurrección.

Obvio decir que Lola guardó silencio, calló para siempre negando más de tres veces. Pero entre sollozos me consultaba si su conducta era encuadrable en el maltrato animal, la violación de sepulturas o más bien en un delito continuado de maltrato psíquico por omisión, pues su vecina había perdido el oremus.

Lo que ocurrió después forma parte del secreto profesional y, como ya saben, eso es… Otra historia.