Paquito y yo coincidimos en 4º de EGB, lo que ahora llamamos Primaria. Cursaba 4º, pero por sus años debía ir a 7º. Su hermano Juan compartía pupitre con él y pese a la diferencia de edad, era éste y no aquél quien defendía a su hermano. Y es que Paquito era un ser inocente, corto de entendederas pero con un amor infinito hacia todo bicho con más de cuatro patas y con muy buena mano con ellos.

Guardaba en su mochila hormigas, abejas, y escarabajos patateros, todo lo que por su tamaño pudiese caber en una caja de mistos, para luego gozar exponiéndolos en ciencias naturales.

El profesor, don Fermín, que era bastante agrio, mostraba una paciencia infinita hacia Paquito y lo hizo “delegado” de la asignatura, ya que nadie mejor que él era capaz de explicar el inframundo de estos bichos.

Por eso no me extrañó que Paquito, con el devenir de los años, y aun siendo incapaz de terminar EGB, mostrara una pericia extraordinaria en la instalación, cuidado, asentamiento, movimiento y mantenimiento de colmenas de abejas y dedicara su actividad profesional a ello.

Si a un jurista le hablamos de abejas, me apuesto con todos los que están leyendo el post que no visualizan la miel, sino a Ticio recorriendo el fundo de Sempronio en busca del enjambre de abejas que huyen, pidiéndole permiso para perseguirlas.

A este punto del relato, a buen seguro saben que el enjambre es la colonia de abejas productoras de miel, siendo la colmena el recipiente que lo contiene y los elementos necesarios para su supervivencia; descripción que encontramos en el Real Decreto 209/2002, de 22 de febrero, por el que se establecen normas de ordenación de las explotaciones apícolas.

Pero ¿qué hacía Paquito con su octogenario padre en mi despacho aquella tarde de abril?

Al parecer, había sido demandado por una Comunidad de Propietarios llamada X, ya que uno de los enjambres había tomado querencia al jardín botánico de la comunidad, tomando de aquí y allá el polen de tan variada flora, a la par que zumbaban a sus anchas produciendo un ruido insoportable. Se adjuntaba con la demanda todo un surtido juego fotográfico y un informe pericial para acreditar las molestias de los zumbidos.

Paquito me comentó que el asentamiento de sus abejas databa de hacía más de 20 años, lo que me corroboraba su anciano padre, pues él era el antiguo titular, y a cuyo nombre figuró en un principio la explotación con un código de identificación compuesto de una secuencia alfanumérica.

Estaban situadas fuera del núcleo de población, muy a las afueras, pero eso, según me comentó su padre, era hacía veinte años, ya que con el boom inmobiliario zonas de naturaleza rústica se habían visto invadidas de ladrillos.

¿Había más colmenas junto a las de mi cliente? Quedaban dos, pues los demás, con la crisis del sector habían trashumado hacia otras zonas de la Comunidad Autónoma, hecho que ya se planteaba mi cliente ante la desazón producida por la demanda y el incierto futuro de su producción.

Así pues, código en mano, comencé a recordar a mi profesor de derecho romano y sus explicaciones de las idas y venidas de Ticio con su enjambre díscolo de abejas, pero en nada era ello aplicable al supuesto planteado y a la desazón de Paquito, pues no pretendía él recuperar su enjambre, sino más bien salir bien parado de esa demanda de responsabilidad extracontractual que la Comunidad le había formulado.

Era un hecho inconcuso que Paquito era propietario de una colmena de abejas productoras, también que éstas arrojaban una producción más allá del autoconsumo, que las colmenas estaban en el núcleo rural desde hacía más de 20 años y que junto a las suyas aún quedaban otras dos, una de producción y la otra de polinización y que su asentamiento respetaba, en principio, las distancias mínimas de seguridad.

Con esta perspectiva, ¿podía la comunidad de propietarios identificar individualmente a las abejas? ¿Tenían las abejas la consideración de animales feroces, dañinos (artículo 631 del código penal)?

Es obvio que este tipo de actividad requiere que las abejas no se encuentren ni encerradas ni atadas, deben estar sueltas, por lo que la jurisprudencia no las considera animales feroces ni dañinos, a esos efectos. Son animales salvajes, domesticados si se quiere, pero salvajes, que requieren por su propia naturaleza estar sueltas. Y a diferencia de las palomas, no me imaginaba yo a las abejas anilladas.

Así pues, con todos los datos en la mano, nos dispusimos a contestar a la demanda y, entre tanto, el despacho se llenaba de miel de romero, miel de eucalipto y de mil flores que el anciano me hacía llegar de manera regular.

Recordé las palabras de mi profesora de derecho civil como un estribillo impenitente veraniego: “en el nexo causal entre la conducta del agente y la producción del daño ha de hacerse patente la imputabilidad de aquél”. O dicho de otra manera, como finalmente lo dijo la sentencia en primera instancia, “no basta con considerar una causalidad material inmediata, sino que para la resolución en justicia del suceso – eso es lo que más le gustó a Paquito – es preciso indagar, caso por caso, con todos sus detalles y peculiaridades, cuál es, entre los concurrentes, la conducta o conductas que actuaron como causa jurídica determinando que el siniestro se produjera…”

Se hizo referencia a la existencia de 3 colmenas distintas, a la imposible identificación de las abejas causantes del desatino, (a juicio de la comunidad demandante) y los molestos ruidos, y al hecho de que ese jardín era en realidad un elemento extraño, siendo claro que dicha urbanización había invadido el espacio natural tradicionalmente ocupado por las abejas, apostillando la resolución que el asentamiento apícola había respetado la distancia mínima de seguridad al núcleo de población.

Cuando Paquito acudió con su padre al despacho y les notifiqué la sentencia, la alegría les invadió y, de repente, y para sorpresa del padre y mía, me hizo entrega de un obsequio envuelto en una cajita de mistos.

Pero eso… eso es otra historia.