“-Letrada, le aseguro que el imputado ya venía así conducido desde la Comisaría Provincial…” Sus palabras sonaban en tono conciliador y calmo.

Eran las 2.15 am de la mañana, y S.Sª había constituido la Sala especialmente para tomar declaración a aquél individuo que sólo portaba como vestimenta una camiseta de tirantes y unos calzoncillos, ambos de un color blanco degradado, de la marca abanderado para más señas.

Antes de crearse el partido judicial de Torremolinos, decidí darme de alta en el turno de oficio en Málaga, y puedo asegurar que sólo este juzgado de instrucción, cuyo número omitiré, concretamente su titular, tenía dadas órdenes precisas de que le fueran conducidos los detenidos a la hora que fuese, una vez terminadas las diligencias policiales, cumpliendo a rajatabla el dictado del artículo 520 de la LECr. Según su criterio, la detención no debía durar más del tiempo estrictamente necesario para la realización de las averiguaciones tendentes al esclarecimiento de los hechos, hasta el punto que, a diferencia del resto de compañeros de instrucción, dormía en las dependencias del propio Juzgado, el Palacio Miramar.

 Y a pesar de su fama de implacable, duro e incluso hostil, a mi me parecía todo lo contrario. Era un trabajador nato por y para la justicia y no se andaba con medias tintas, ni le temblaba el puso a la hora de dictar una resolución. Podía no gustarte el fallo, pero el “condenado”, permítaseme la licencia, lo redactaba de tal manera que te las veías y te las deseabas para hallar un resquicio a la réplica.

 Como puede verse, esta Letrada sentía cierta debilidad por aquel viejo gruñón con fama de antipático al que había tenido ocasión de ver en más de una vista oral. Es lo que tienen las cosas del querer, que no tienen causa, ni cómo, ni por qué. Y como en la serie “sigue soñando” cada vez que lo veía actuar, se me representaba a Charles Laughton, una veces interpretando al juez en el “caso Paradine” y otras como el implacable abogado en “Testigo de cargo”.

Sí, efectivamente, era todo un personaje del derecho.

Dijo Letrada, no Señora Letrada, que hubiera resultado incluso ridículo y disparatado, dada mi edad, 23 años recién cumplidos y mi apariencia de niña. Su mirada resultó compasiva, como la de un padre que se lamenta despertar de madrugada a un hijo, e incluso parecía disculparse ante la presencia procaz que me era mostrada.

El individuo en cuestión padecía un trastorno grave de la personalidad y en su afán por asumir su condición de agente John McClane (Bruce Willis en la Jungla de Cristal), llamado a preservar la seguridad de su edificio de todo aquel que intentara penetrar en él, se encaramó a la ventana de su habitación, comenzando a pegar tiros hacia todo transeúnte, con tan mala fortuna para uno de ellos, concretamente una chica, que le fue a dar en todo el trasero, impactando el proyectil, (un grano de plomo, lo que conocemos como perdigón), en el glúteo, sin graves consecuencias, afortunadamente.

Así, que aquella madrugada de sábado, cinco de febrero de 1991, allí estábamos, John McClain, el Sr. Fiscal, S.Sª y una servidora.

Ante mi mirada de súplica, que no necesitó traducción simultánea, SSª se dirigió a los agentes para que trajeran, de las dependencias de la Sala contigua donde él descansaba, una sábana con que cubrir las partes pudientes del imputado, al que sólo me atrevía a mirar de soslayo.

 Lo realmente difícil vino después, cuando comenzó el interrogatorio.

Aquél individuo empezó a hablar una mezcla de spanglish curiosa, difícil de definir, vamos, del todo punto ininteligible. Y no me quedaba claro realmente si reflejaba deficiencias a nivel del lenguaje mismo o tenía otras dificultades cognitivas. Lo cierto y real es que no entendía una palabra de lo que Juan Castro, que así se llamaba realmente, quería decir. Ni yo, ni SSª, ni el propio Fiscal, que me miraba de hito en hito como pretendiendo que yo tradujera sus palabras.

Juan Castro era el mayor de cinco hermanos, y desde pequeño había mostrado ciertas “rarezas”, como luego me explicó su madre, Carmen Pinillos, a la que de siempre se sintió muy unido, pero nunca había sido diagnosticado. Tras la pérdida de su empleo en la textil malagueña, se encerró en sí mismo, y sólo veía películas de acción o leía novelas de Marcial Lafuente Estefanía; y así poco a poco, y como diría Cervantes, del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro.

Lo realmente curioso es que Juan, lejos de ser una persona ruda e ignorante, había cursado estudios de bachiller, era titular de permiso de armas, poseedor de licencia de conducir y había desempeñado su oficio de técnico de mantenimiento de máquinas y equipos con bastante eficiencia durante años, incluso “chapurreaba” el inglés, como me confesó entre media sonrisa su madre.

 Hasta ese concreto episodio, ésta aseguraba y perjuraba, se había conducido con cierta apariencia de normalidad.

Ante la más que evidente patología que sufría Juan, SSª acordó de forma inmediata y sin ser preciso que yo lo interesara, que fuera inmediatamente reconocido por los médicos de urgencias de la unidad de agudos en psiquiatría del Hospital Carlos de Haya, donde debería ser ingresado a la mayor brevedad, diagnosticado y, en su caso, sometido a tratamiento.

Dada la escasa gravedad de los hechos, las Diligencias previas fueron transformadas en faltas, pero ante la más que evidente causa de exención de responsabilidad criminal, el Fiscal interesó, finalmente, una medida de seguridad con tratamiento ambulatorio, renunciando la víctima, a su vez, a cualquier tipo de indemnización.

Mantuve una comunicación fluida con Carmen, hasta que a Juan le fue designado un Letrado para asumir su defensa en el expediente de incapacitación que paralelamente se tramitó. Y así, poco a poco, fui perdiendo el contacto paulatinamente con aquél inefable personaje y su madre.

Años después, en el verano del 2005, leí una noticia en sucesos que que me dejó con el alma en los pies y el corazón en los huesos, (como diría Sabina). Se trataba de Juan:.

“… Un varón de 55 años, que responde las iniciales de J.C, ha sido rescatado con vida cuando pretendía arrojarse al vacío desde la cuarta planta del edificio “El Navío”, en la céntrica calle Héroes de Sostoa de esta localidad.

Según los vecinos, tras el fallecimiento de su madre, que respondía al nombre de Carmen P., con quien convivía y unía una relación muy estrecha, venía desarrollando una personalidad paranoica y delirante…”

… Pero eso, como saben, es otra historia…