-¡¡¡Llamen inmediatamente al Forense y al 112, que activen el código infarto!!! –  Gritó la titular del juzgado de familia a la funcionaria que en esos momentos se estaba ocupando de cerrar la grabación de la vista en el soporte del equipo informático.

Su voz tronó en toda la sala y reverberó al propio tiempo, resonando más allá de aquella estancia..

Pese a tener el semblante demudado, las piernas y las manos temblorosas, mostró, una vez más, su carácter firme, resuelto y enérgico.

Horas antes, la vista se estaba desarrollando como una auténtica cancha de juego, con visos de batalla campal en el que el trofeo no era otro que salir vivo. 

El procedimiento no era mío, yo estaba sustituyendo a mi muy querida amiga y compañera MatiMari, a la que le habían turnado de oficio dicho asunto.

Por la especial naturaleza del procedimiento, cuyo objeto no era otro que determinar el régimen de custodia, visitas y alimentos de dos menores fruto de una relación matrimonial y con el fin de no suspender la vista, acepté de buen grado acudir yo, dada la imposibilidad de mi compañera por razones que no vienen al caso.

Una de las cosas que llamó mi atención era el simple hecho de haber sido turnado el asunto, aun de forma provisional, pues los “signos externos” a que se refiere el artículo 4 de la Ley de asistencia jurídica gratuita 1/1996, de 10 de enero revelaban que la justiciable, (a la que, como he dicho, asistía en sustitución de mi compañera), parecía gozar de una  capacidad económica que desmentía lo que la declaración de la misma pudiera reflejar, como se puso de manifiesto posteriormente en el acto de la vista.  

Como bien saben, el artículo 3 de la norma citada, que fue modificado por Ley 42/2015, de 5 de octubre, establece el ámbito subjetivo del reconocimiento del derecho y, en lo que a las personas físicas se refiere, el límite de “dos veces el IPREM –indicador público de renta de efectos múltiples”, para personas no integradas en ninguna unidad familiar; “dos veces y media” dicho índice para familias con menos de cuatro miembros, llegando al triple cuando están integradas por cuatro o más miembros o tengan reconocida su condición de familia numerosa (novedad ésta introducida por la Ley), tomando como referencia de “unidad familiar” la del Impuesto sobre la renta de las personas físicas.

Basta con que ingresen en un buscador de internet y éste les informa del valor del Iprem, que actualmente está en 532,31€ mensuales y 6.390,13€ anuales. 

La familia, bien era cierto, había vivido siempre de los negocios del marido y aun cuando ella era titular de otros, todos en su conjunto los gestionaba aquél. 

Durante el matrimonio el núcleo familiar gozaba de una espléndida situación económica que se hizo difícilmente asumible tras la ruptura. Y, si bien durante la convivencia, los progenitores habían acordado que determinados gastos, como el  que Borja y Álvaro, menores de edad, cursaran estudios en el elitista centro privado “St. Georges School of Málaga” o recibieran clases de vela en el club náutico, formaran parte de la formación integral de éstos,  sin embargo, ahora, tras el cese de la  vida en común, el nivel económico había mermado considerablemente y no podían tener la consideración de ordinarios.

Pronto se reflejó en la vista, tras oír a los litigantes, que el centro neurálgico de la disputa se ceñía al montante económico de la pensión alimenticia.

Y si el marido reprochaba a mi cliente que era imposible mantener el mismo nivel de vida ante la merma de sus ingresos, que en la determinación de la pensión de alimentos de los hijos había que acudir a un juicio de proporcionalidad, que el factor crisis conyugal -en palabras de su Abogada- implicaba pérdidas no solamente de tipo afectivas entre todos los interesados, sino también otras de carácter patrimonial que debían ser soportadas en la parte que a cada uno le pudiera corresponder, la otra contraatacaba con la más que dudosa pérdida de rentas que se argumentaba de contrario, poniéndola en jaque al constar acreditado que aquél seguía disfrutando del Porsche del que era titular la mercantil de la que ambos eran socios al cincuenta por ciento, siendo así que dicho vehículo no funcionaba con agua del Ayuntamiento. Esto último lo declamó de forma pausada, haciendo una parada breve en cada golpe de voz. 

Prosiguió aduciendo, en palabras mías que hizo suyas,  que si durante el matrimonio habían gozado de un determinado nivel de vida, el mismo debía mantenérsele a los niños, pues si alguien tenía que sacrificarse eran los progenitores y no Álvaro ni Borja -los llamó por su nombre de pila- pues a ellos había que seguir protegiendo hasta el punto de que, en función de ese interés prioritario de los niños, debía brindárseles iguales oportunidades que las que hubiesen tenido de haberse mantenido la unión de ambos.

Aquello parecía no tener fin, pues tras los oportunos interrogatorios comenzaron a desfilar testigos. Hasta que llegó el turno de las conclusiones. 

Tras mi alegato, llegó el turno de mi compañera, cuyo “speech” iba mermando en fuerzas y vigor de forma exponencial a los minutos transcurridos.

Al ver cómo se trastabillaba, y con la intención de que aquello terminara, le proporcioné la palabra a la que sin duda se refería, obteniendo como respuesta una animadversión fuera de lugar que mostró sin ambages mientras dirigía su dedo índice a mi persona, solicitando al propio tiempo, en un alarde de malabarismo verbal, que se me llamara al orden.

S.Sª, lejos de llamarme al orden, se sintió molesta y respondió en tono desabrido ante la actitud incomprensiblemente agresiva de la compañera, conminándola a finalizar y poniéndole de manifiesto que mi pretensión no era en modo alguno interrumpir su disertación sino en todo caso proporcionarle aquella acepción que no terminaba de vocalizar.

El discurso de mi oponente lejos de concluir se prolongó unos minutos más sin que sujeto, verbo y predicado tuvieran un orden lógico. Parecía confusa. Los balbuceos continuaron, pero esta vez se acompañaban de movimientos vacilantes, titubeantes. En un principio no le di importancia, no hasta que finalizada la vista la compañera se puso en pie. En ese momento su torrente sanguíneo se tuvo que ir a los pies de sopetón, lo que los médicos llaman “caída súbita del retorno venoso periférico”, pues mudó el semblante hasta el punto de ponerse como la cera,  arqueó las piernas, perdiendo con ello la estabilidad e impactando acto seguido contra el suelo. Tras la caída, convulsionó durante varios segundos, su cuerpo parecía que estaba siendo sacudido. De repente, quedó parada, inerte, con la boca abierta, la lengua a un lado y los ojos en blanco, en posición decúbito supino. Fue en ese preciso instante en el que retumbó en la sala:

 

-¡¡¡Llamen inmediatamente al Forense y al 112, que activen el código infarto!!!  

 

Nadie parecía saber qué hacer, nadie salvo mi clienta, que de un brinco y sin mediar palabra comenzó a zarandear a la compañera y a abofetearla hasta que recobró la consciencia.

Siempre me he preguntado si aquel impulso fue un acto de franca solidaridad, de desprendimiento, de empatía o, por el contrario, de revancha a tanta hostilidad sufrida durante el acto de la vista y, en especial y particular, durante el duro interrogatorio, pero eso, eso como saben, es otra historia.