Dice la canción que veinte años no es nada. Yo cada vez que oigo este bolero me acuerdo de esta frase que suele decir mi madre: “no era ná lo del ojo y lo llevaba en la mano”.

Los primeros quince días de confinamiento  pensamos que sería algo transitorio, pero tras el devenir de los acontecimientos el encierro no sólo fue masivo sino a nivel personal demoledor, y no ya por no poder salir, visitar a amigos y familiares, sino por estar rodeado de noticias de fallecimientos, curvas, contagios…

Me resistía a caer y dejarme ir como Alicia hacia una realidad paralela, así que me propuse mantener mi jornada laboral y dedicarme a organizar mi oficina, algo que había ido posponiendo desde hacía años y a asistir a todas las clases online que, desde mi colegio y asociaciones a las que pertenezco, se estaban impartiendo, dada además, la diarrea legislativa producida por la situación de crisis sanitaria. Todo lo que conocíamos y con lo que estábamos familiarizados se estaba modificando a golpe de real decreto ley.

Quizá fue el azar lo que hizo que uno de los expedientes en los que me fijé fuera uno de separación del año 1997, pues de manera mecánica iba destruyendo y escaneando sin fijarme en los nombres del cliente ni el contrario. Pero al ver mis anotaciones manuscritas en el expediente fijé mi atención en los nombres de las partes.

Yo había sido designada de oficio para la defensa de Ascensión Galindo.

Cuando se presentó a mi despacho ambas tuvimos la misma reacción, pero a la inversa. Ella me preguntó por la titular, quedando muy extrañada de que aquella chica de apenas 29 años fuera la abogada designada para su defensa; yo, por el contrario, no salía de mi asombro al encontrarme como cliente con una octogenaria frente a la que se había dirigido una acción de separación.

Venía vestida de una manera muy modesta, pero impecable, de un negro riguroso que hacía daño en mi retina, con la cara lavada y con el pelo recogido en un moño. Olía a colonia de bebé que dejó impregnada en toda la estancia.

Era natural de Ciudad Real, donde había conocido a su marido, que se trasladó desde Úbeda para trabajar allí como curtidor, trasladándose posteriormente a Torremolinos, una vez que aquél quedó incapacitado de manera total y absoluta.

De manera trémula, no supe en un principio si por mi juventud y su suspicacia acerca de mi capacidad, me entregó la demanda y la designación provisional que en mi persona había recaído.

-Como verá mi marido insta la separación … perdone, la dejo leer.

Leí en voz alta

“La esposa, debido a la falta de afecto marital, ha venido ejercitando respecto a su esposo una conducta vejatoria e injuriosa en numerosas ocasiones, viéndose mi principal en la necesidad de presentar solicitud para ingresar en una residencia de ancianos, aunque debido a la larga lista de espera, y en tanto no sea aceptado, sigue viviendo en el domicilio familiar… por lo que el uso y disfrute de la vivienda conyugal se debe conferir a mi mandante en atención a su edad y su falta de medios, dado que sólo percibe una pensión de jubilación y no puede costearse otra vivienda, no teniendo dónde ir”.

El compañero argumentaba como causa de separación la que por aquel entonces se recogía en el artículo 82.1 del código civil, en relación con el 67 del mismo cuerpo legal, que nos hablaba de las injurias, vejaciones y violación grave y reiterada de los deberes conyugales, con una ausencia de afecto marital.

Desde luego, la primera impresión que tuve de Ascensión no fue la de ser una mujer de carácter y mucho menos agresiva ni física ni verbalmente, pues más me pareció una persona frágil, con poco ánimo, aunque de manera contradictoria a aquella apreciación, sí atisbé en ella una pizca de valor para enfrentarse a desgracias y dificultades.

Comenzó a relatarme sus 50 años de matrimonio en la que no faltaron insultos, agresiones, ausencias de afecto. El matrimonio no había tenido más que lunas de hiel. Ni siquiera el nacimiento de su única hija había cambiado el carácter hosco, violento y agresivo de su marido, que volvió al domicilio al cuarto día del nacimiento de aquella tras días de farra.

Acostumbraba a ausentarse del domicilio durante días y el alcohol y otras sustancias eran buenos compañeros de viaje.

Llegó a tal extremo la decadencia y deterioro del marido que, según me confirmó, había ingresado en el Hospital Psiquiátrico en los años 70 al serle diagnosticado alcoholismo crónico y síndrome paranoide. Ni el tratamiento ambulatorio con neurolépticos (haloperidol y sinogán) y correctores (Akinetón) hicieron efecto, según ella porque no se los tomaba, o si lo hacía, los mezclaba con alcohol.

Las estancias en el hospital psiquiátrico, a veces de hasta tres meses, en el año 76, en el año 81 y en el año 85, suponían periodos de bonanza, pero no salían gratis, no sólo por el coste económico, sino por los emocionales que se producían después. Según decía Ascensión, cogía carrerilla y bebía todo aquello que en esos periodos no había podido ingerir. “Mire usted, se tomaba hasta el alcohol de las heridas”.

-¿Ascensión, usted percibe algún tipo de ingresos? En la actualidad, ¿reside usted en el mismo domicilio con su marido?

-No hija, perdona que te trate así, pero es que eres muy joven, más que mi propia hija. Yo no tengo más ingresos que la pensión de mi marido, pero ahora no estoy en mi casa, sino en casa de mi hija, porque ha perdido totalmente el sentido y la última vez me golpeó contra la encimera y me dio con el bastón. La vecina al oírme gritar llamó a mi niña. Mire usted, si hasta lo tuve que denunciar y mi yerno casi se encara con mi marido.

-¿Por qué cree usted que es él quien quiere separarse? Perdone que le haga la pregunta, pero más lógico me hubiese parecido que la solicitud hubiese partido de usted.

-Ay, hija, yo me casé para toda la vida, me equivoqué y he tenido que aguantar con lo que decidí. Él quiere separarse porque me quiere dejar sin nada, hasta sin mi casa.

-Pero Ascensión, ¿siempre fue así? Le pregunté extrañada por ese estoicismo.

-No, no. Al principio no, pero poco a poco fue asomando la patita, hasta que el lobo que llevaba dentro salió fuera despojándose de la piel de cordero. En un principio, quise irme a casa de mis padres, pero mi madre no me quiso acoger en casa, que yo debía asumir lo que Dios había dispuesto para mí, y aguantar con lo que me había tocado. Así que sin ayuda de nadie, seguí con él, aguantando, aguantando…

Y mire usted, después de cincuenta años, lo que ahora quiere es dejarme sin nada. No entiendo ese odio que le ha minado el corazón si es que en algún momento ha tenido corazón.

Con esos mimbres y con la documental que me aportó sobre sus ingresos psiquiátricos y su alcoholismo crónico monté la contestación.

Pocos meses después y justo tres días antes de la comparecencia para las medidas provisionales recibí una llamada de la hija de Ascensión.

Su padre había ingresado en UCI por una ingesta masiva de alcohol en estado de coma etílico, estuvo varios días debatiéndose entre la vida y la muerte con fuertes dolores abdominales por la pancreatitis no tratada y finalmente falleció dejando aquella paz que él nunca tuvo ni dio.

Le pregunté por su madre y comenzó a sollozar. Me temí lo peor, aquellos segundos en los que sólo podía percibir el llanto desconsolado de aquella mujer me estaban produciendo un desasosiego difícil de dominar. La intenté tranquilizar dentro de mi desorden mental y acumulación de suposiciones

-Disculpe, mi madre me ha dejado encargado que le dé las gracias y que le diga que la vida es demasiado corta para perderla en odios, afrentas y en recuerdos de agravios.

No entendía un pimiento, lo reconozco, estaba noqueada, hasta que después de “agravios”percibí algo así como “está en un viaje de esos programados por el Inserso, en Marina D´or y está loca con un tal Rodolfo, el organizador, que la lleva y la trae en palmitos…

Caramba, pensé, el partido no acaba hasta que el árbitro pita el final, y aquí al menos hay prórroga. Pero eso, eso es otra historia.