Él era un hombre gris, como la canción de Sabina. En los pocos meses que duró el proceso jamás le vi reír, ni siquiera un amago de sonrisa.

Su aspecto, su pose, su manera de hablar eran graves, incluso me atrevería a decir que aquel hombre carecía de gracia o donosura.

Era correcto, exacto, pero parco en demostrar afecto o agradecimiento.

Apareció en el despacho con una abultada carpeta azul que asía bajo la axila como si fuese un apéndice más de su cuerpo.

Le invité a tomar asiento y así lo hizo, no despojándose de la carpeta, hasta que se percató de que aún la llevaba bajo la axila en una postura ridícula.

Comenzó a hablar con una voz gutural, espectral incluso…

-Mi mujer me ha abandonado -dijo mientras posaba con delicadeza la carpeta en mi mesa, como si el contenido de la misma estuviese repleto de fragilidad-.

-¿Qué quiere usted decir concretamente? ¿Ha dejado la vivienda sin conocer su domicilio actual?

-No, no -creo que se sintió ridículo y el uso de aquel término no era más que la proyección de lo que él sentía, abandono-. Quiero decir que mi mujer me pide el divorcio; según lo que he leído, quiere quedarse en mi vivienda y con nuestros hijos. También una pensión de alimentos para éstos. Aquí tengo la documentación -dijo dirigiendo su mirada y su dedo índice de la mano derecha a la carpeta-.

La demanda no tenía desperdicio alguno por los epítetos encadenados acerca de las cualidades de mi cliente. Parecía que los veinte años de matrimonio habían sido una acumulación de ausencias, hasta que leí “mancillar”. Desde luego no se me antojaba que aquel hombre pudiera, con su conducta, deslucir, afear o ajar a nadie, pues francamente pasaba desapercibido. A lo más, sí que daba credibilidad a que era un mueble más de aquella vivienda que había adquirido mucho antes de contraer matrimonio y que había pagado íntegramente merced a la herencia de sus padres.

Creí innecesario entrar en el fondo de la ruptura, como se había hecho de contrario, pues a raíz de la reforma del código civil, en el que desparecieron las causas para disolver el vínculo, bastaba como requisito que hubieran transcurrido tres meses desde el momento del matrimonio, salvo, claro que hubiesen existido malos tratos. A eso muchos rábulas, para dar una publicidad tan mezquina como falaz, la llamaban “divorcio exprés”.

Ni yo tenía ganas de escuchar las razones de la ruptura ni pensé que él querría entrar al trapo para desmentirlas, pero pese a mis deseos y mi intuición, tuve que oírlas como un mantra del que quiere exorcizarse.

-Verá usted, yo entré a trabajar en un hotel de la costa, el Bali, allí trabajaba ella de “gobernanta”. Yo era el conserje. Nos conocimos, nos tratamos y decidimos formalizar nuestra relación. Yo tenía ya mi casa y ella vivía de alquiler. Ni era gran cosa yo entonces, ni tampoco lo soy ahora, pero me sentí feliz de que ella se fijase en mí y paliar mi soledad. Con los años vinieron mis hijos, ella dejó de trabajar y yo continué en el hotel, hasta prácticamente un año en el que hicieron una regulación de empleo y me jubilé anticipadamente.

Es cierto que nunca tuve un carácter alegre, pero hice todo lo posible para que ni a ella ni a mis hijos les faltase de nada. Lamentablemente, mi hijo sufrió una grave enfermedad, a resultas de la cual está imposibilitado para prácticamente las tareas más elementales de la vida.

Creo que todo ello ha influido de forma muy negativa en mi personalidad y, finalmente en mi matrimonio.

-Observo que sus hijos son adolescentes y que ella pide su custodia en exclusiva. ¿Cuál ha sido la relación de usted con ellos durante el matrimonio?

-Pues verá usted. Teníamos los roles muy definidos. Yo trabajaba y ella cuidaba de ellos. Se encargaba de las tareas escolares, de las extraordinarias, de los médicos, de las tutorías…, pero porque así lo decidimos los dos, no queríamos que se criaran con extraños. Ni ella ni yo tenemos a nuestros padres y nuestros hermanos pues… cada uno tiene su vida.

-Entiendo que usted está de acuerdo con que continúe así…

-Sí, sí. Yo estoy de acuerdo en todo, pero no entiendo por qué en lugar de hablarlo conmigo ha tenido que exponerme así ante un Juzgado y ante mis hijos. Yo no soy gran cosa, como usted puede ver, pero no he mancillado en mi vida a nadie, me he limitado a ir del trabajo a mi casa y de mi casa al trabajo… No me gusta salir, soy poco dado a relacionarme, tengo un carácter apocado, pero no soy la persona que ella ha descrito con tanta dureza.

Me sentí abrumada por el modo en el sin afección alguna relataba su vida, por cómo se veía ante sí mismo y ante los demás, la carencia de vitalidad alguna en su voz, en su mirada y en su manera de proceder. Qué forma de malgastar la vida, pensé.

Si hubiera que haber puesto banda sonora a su vida, sin duda alguna habría sido una marcha fúnebre. Ese pensamiento casi me arranca una carcajada, que contuve inmediatamente porque observé las pupilas marrones de ese hombre clavadas fijamente en mí, como adivinando mi discurrir.

Convine con él, a la vista de su conformidad con los términos de lo solicitado, alcanzar un acuerdo que, finalmente llevamos a término.

Firmó el convenio como quien firma su sentencia de muerte, que hizo solemne tras la ratificación del mismo.

Me dejó tal amargor de boca que, tras el acto y café de por medio le hablé de Küppers y también de Louis L. Hay, y de la manera en que podía cambiar la visión de las cosas. No se trataba de que un pensamiento mágico pendejo -como oí en cierto video de youtube- le quitara de un bofetón la tristeza o la apatía, pero sí de ver el vaso, de cuando en cuando, un poquito medio lleno.

No sé por qué, pero me dio la sensación de que me tomó por una chiflada o poco profesional, pese a las referencias de persona solvente que me dijo al principio tener de mí.

No supe nada más de aquel hombre gris, triste y solemne, hasta el punto de que llegué al convencimiento de que, tras terminar así el libro de su vida, se la quitaría.

Sin embargo, hace poco, desde Costa Rica, recibí un paquete de café con una nota que rezaba así:

“Esta es mi manera de devolverle ese café, pues no hay mayor regalo que el de dar tiempo y energía para ayudar a los demás sin esperar nada a cambio.

He cambiado la banda sonora de mi vida y quiero vivir, quiero gritar, quiero sentir el universo sobre mí. Me quedaba, como dice esa canción, una vela encendida en medio de una tarta que se consumía. No es que me costara sonreír, es que no había aprendido a hacerlo.

He dejado de ser ese hombre gris…”

La fotografía que ilustra la entrada es de Gabriel, vía unplash, a quien agradezco su trabajo.